Camino calle arriba. Nadie. Sólo yo hasta donde alcanza la vista.
Palencia se ampara del hielo y de la noche esperando ante la televisión un
nuevo día. Yo me refugio en mí, bajo la cabeza y clavo la barbilla en mi pecho.
Los bancos de la avenida cuentan mis pasos y cuchichean mi soledad pero yo
rumio mis problemas a gusto con ella. Y con la noche.
Llevo a Pachelbel en mi bolsillo y su música pausa mi corazón y
eleva mi ánimo, orquestando mis pasos. Serenidad entre violines barrocos en el
pentagrama oscuro de la noche. Palencia parece vacía, como una ciudad asediada
cuyos habitantes se han refugiado y huido. Pero no hay carreras ni nervios, no
hay sirenas ni aviones, sólo el Canon y un cielo estrellado que amenaza con
matar despacito a quien pase la noche al raso. Enero no está para bromas y
hasta las farolas tiritan. De vez en cuando un coche pasa buscando veloz el
calor de un cubil que detenga la explosión de hielo que anegará toda la ciudad
en unas pocas horas.
Las luces de neón que a lo lejos me guiñan son reclamos mundanos,
viejos conocidos que rechazo porque rechazo el mundo. Este mundo. Bueno, al
menos el que no es el mío. Sé que por un precio adecuado encontraré calor y
compañía pero me sigue interesando más la soledad que me acompaña y el
Stradivarius digital del cuarteto que me entretiene; además a estas horas los
camareros tienen una conversación aburrida porque están deseando irse a la
cama.
Calles vacías me proporcionan libertad, me entregan la ciudad toda
para mí, doblo las esquinas y no hay nadie, ni explicaciones ni adioses, ni
invitaciones ni rechazos. Las calles y yo de un lado a otro, desde el Carrión
eterno a la moderna autovía. Palencia y yo. Quiero unirme al viento y
atravesarla en lo que dura una sonrisa y verla desde lo alto, abrazarla y
subirla a mi halda y ver cómo se ruboriza para depositarla después en el suelo
castellano que hizo suyo. Qué dura es la meseta en las noches de invierno.
Suenan trompetas saltarinas y dos violines les hacen juego. La
plaza mayor aparece yerma en la fría noche, angustiosamente lejos de la lujuria
de corcheas y semicorcheas que se ha desencadenado en mi bolsillo, amargamente ajena
a la batalla de fusas y semifusas que llega hasta mis tímpanos. La furia de
Bach. La fachada del ayuntamiento abre sus ojos sorprendida pero yo me calo
orgulloso mi sombrero y le sostengo la mirada. Es tarde hasta para mí. Tocata y
fuga.
Los ancianos soportales amplifican mis pasos tamborileando mi
camino a cualquier intruso. Dejo atrás señoriales edificios añejos y modernos
quebrantos urbanísticos de ladrillo, acero y cristal; miro al soslayo paletos escaparates
modernos que creen hacernos más cosmopolitas y abandono callejas y callejuelas
que salen a mí. La calle Mayor me despide y paso con ligereza y prontitud el
Salón que una vez fue jardín romántico, qué fechoría, y camino calle abajo.
Nadie. Sólo yo hasta donde alcanza la vista. Palencia se ampara del hielo y de
la noche esperando entre sábanas y mantas un nuevo día.
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