Salgo al campo, a gozar de
Castilla, de la paz y del vacío de la meseta. Es todavía muy temprano pero ya a
estas horas el aire anuncia que va a abrasar la mañana. Las laderas del valle
cerrateño mantienen todavía impoluto el verde primaveral a pesar de lo avanzada
que está la estación, un paisaje que en nuestra tierra se da muy pocas semanas
al año y que tiene la virtud de extasiarme, lo transitorio siempre me ha
entusiasmado.
A mi alrededor montes de encinas
coronadas de ampulosas copas, pinos de plantación que se arrojan marcialmente
ladera abajo, un arroyo ribeteado de chopos que corre paralelo al camino y
campos vestidos de verde, degradándose en una exquisita variedad de matices
desde el más intenso al más pálido, me ofrendan una jornada magnífica. Algún
huerto delicadamente mantenido aprovecha el umbrío y la humedad del arroyo. El
camino sube retorciéndose perezosamente hasta perderse en la cumbre.
Quieta la mañana, sosegada.
Serenidad desde mis pies hasta el horizonte. Nada hay que pueda ofender ese
sacro silencio, ni un motor, ni una voz, solos el viento, la tierra y yo. Algún pajarillo ingenuo parece venir a
controlar mi paso y huye espantado dejando detrás una estela de trinos y
gorjeos. Desde un alto contemplo el pueblo, descansando en el silencio y la
monotonía cotidiana, un campanario surge entre el caserío y con su altura
parece reivindicar el orgullo local.
Alcanzo a contemplar al cartero,
de amarillo chillón, parándose de puerta en puerta por la calle principal.
Paredes de piedra alertan sobre la
veteranía y a nobleza del lugar. Un portón enorme de contemporáneo y
oxidado metal abre paso a las obligaciones del trabajo campesino y un remolque
lo atraviesa en busca del pan nuestro de cada día. El tractor tose con voz
ronca y tortugueando por la plaza mayor se aleja devolviendo la calma a las
estrechas callejas.
Un chozo abandonado en tiempos
que nunca volverán me sirve de hito y doy media vuelta. Frente a mí, al otro
lado del valle los campos reciben el sol de plano y parecen aceptar resignados
el fuego que va a diluviar a lo largo del día. Aprieto el paso con la facilidad
que da el descenso y llego a tiempo de ver la efervescencia de la mañana:
compras en la única tienda, visitas de puerta a puerta, el bar que un día soñó
con ser casino de la comarca… todo parece ponerse en marcha antes de que el sol
arrase. Sólo cabe preguntarse por el futuro. ¿Llegará? ¿Hasta cuándo?
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