Las columnas de los soportales,
hieráticas y firmes, alineadas a lo largo de toda la calle, saludan
marcialmente un sábado tan soleado que parece impropio de enero. Palencia popular
fluye por la calle mayor en busca de su razón de ser. El sol, que ha llegado
inesperadamente, ocupa de peatones perezosos toda la calzada, ciudadanos
ociosos que prefieren tomarse el tiempo con serenidad dejándose templar por las
horas del mediodía.
Ha llovido durante los últimos
días como antes de que se empezase a hablar del calentamiento global y la
imprevista luminosidad de hoy abre sonrisas en los rostros sin que importe el
final de la navidad y el inicio del tiempo ordinario. El sol reverbera en los
escaparates que muestran al exterior la mejor cara del comercio. De extremo a
extremo la veterana calle mayor se llena de holas y adioses, de grupos que se
paran y se saludan gozando de vivir en una ciudad en la que se conocen todos,
de amigos que se felicitan el año. Bolsas que antes contuvieron regalos
extraordinarios cargan ahora la vida ordinaria esperando en el suelo a que la
conversación finalice y se reanude su viaje a la despensa o al armario.
Desde los Cuatro Cantones
Palencia se regodea en sí misma y mira satisfecha su reflejo en las banderas de
la Diputación, ayer alicaídas por el hielo o la lluvia y hoy erguidas por el
vientecillo cálido que las reconforta. Desde ese punto el observador contempla
dos referencias de la ciudad: La Compañía y la Diputación, a uno y otro lado, religión
y política frente por frente, mientras el comercio vivaz discurre incesante
trayendo vida, riqueza y progreso.
Baten sin cesar las puertas de
los bares y de ellas se escapan voces alegres y satisfechas que celebran el fin
de semana. Aperitivos ingeniosos hacen de eficaz gancho y la clientela se
agolpa en las barras, pequeños bocados caseros sirven de cuna para vinos
castellanos o brebajes foráneos con los que entretener la sociabilidad hasta la
hora de comer. El corazón de Palencia late con ritmo extenuante al final de la
mañana.
Después, agotada de tanto
ajetreo, la calle mayor se vacía y duerme un sereno letargo mientras se estiran
los minutos hacia lo eterno y una trasparente sonoridad trasmite las tranquilas
pisadas de un transeúnte solitario. El aire parece más fino y sonoro, la luz
alcanza su máximo brillo y de pronto, sin ningún indicio previo, estalla la
hora del café. Todo vuelve a empezar, la calle mayor se incorpora y activa toda
la ciudad; vuelven los paseos, vuelven los peatones y las compras, vuelven las
columnas de los soportales a saludar marcialmente rindiendo homenaje a un sábado tan soleado
que parece impropio de enero.
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