Antes de que el habitual lunático
se me eche encima déjenme decir que he sido un apasionado del fútbol. Sepan
también los lectores que mi padre en sus tiempos fue lo más parecido a lo que
hoy son los jugadores destacados de cualquier equipo de primera división y me
empapó en el gusto por este deporte. Añadiré nada más que hace ya años empecé a
cambiar, no sé si a madurar, y lo fui dejando de manera natural, sin lucha, sin
esfuerzo, como dejé de fumar, poco a poco y sin darme cuenta, casi sin ganas,
sin interés…
Pero toda esta pasión que se
levanta cada vez que un equipo español compite me deja frío. No entiendo que se
paralice la vida de España, que desde horas antes del acontecimiento grupos de energúmenos
se dediquen, extremadamente eufóricos y exaltados, a recorrer las calles
vociferando, sonando trompetas estrambóticas y enarbolando banderas. Banderas que
nunca exhibirían por motivos mucho más serios, honrados, decentes, lógicos,
coherentes y trascendentes, banderas de las que, avergonzados, tantas veces
reniegan.
Me alegra hasta el tuétano que
haya perdido España, me alegra que toda esta tontería nacional haya desembocado
en una cloaca. Me alegra que tanto nacionalismo barriobajero, que tanto torpe
orgullo nacional haya acabado como ha acabado. El nacionalismo es bueno, sano y
valorable en su justa medida y si proviene de, o se dedica a, causas lógicas,
trascendentes y superiores, no a llorar o ennoblecer a un grupo de deportistas.
Me duele hasta el tuétano que una nación que debía ser seria ponga su orgullo
nacional en estos acontecimientos imbéciles.
Que en España haya hoy más
lamentos por un partido de fútbol que por seis millones de parados, más que por
cada político golfo que se enmarrana con unos sobresueldos, más que por cada
sindicalista que se enmarrana beneficiándose de los EREs en los que negocia, más
que por cada político populachero, vacío y populista qyue nos quiere convertir
en Venezuela, es sencillamente repugnante.
Me duele que el orgullo de ser
español se venda tan barato, que el orgullo de ser español (tan lógico y normal
como el de ser francés o surcoreano) sea tan rastrero, tan zafio y grosero. Me
duele que el orgullo de ser español no se ponga en dar cuatro bofetadas legales
y legítimas a cada político, a cada sindicalista, a cada autoridad que con su
ceguera e ineficacia nos haya trasladado a una situación de mendicidad
nacional.
Pero sobre todo me duele que
cuarenta millones de españoles no se hayan dado cuenta de que la crisis
económica no es más que la cara dolorosamente visible de la crisis moral y
ética que vive España. Que nos emocionemos por un gol lo que no nos emocionamos
por el cierre de la fábrica de Nutrexpa en mi ciudad, por ejemplo, es
vergonzante e indigno y nos retrata como sociedad decadente, absurda y escapista.
Sólo espero que en cada partido
que pase se tripliquen los goles que reciba España hasta conseguir que el
fútbol deje de ser el opio de un pueblo que vive abstraído olvidándose de sus
miserias e indignidades, que el saco de goles que se traigan nuestros súper
héroes a casa impida que el fútbol siga siendo más tiempo la religión de una
masa boba e intelectualmente escasa, que las goleadas que reciba nuestro equipo
sean del tamaño de la inmoralidad nacional hasta hacer que los españoles reaccionen, recobren la educación,
las buenas maneras, la laboriosidad y sobre todo el respeto a sí mismo y a los
demás. Que nos metan diez en cada partido. Y viva España, conste.
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