Ayer he tenido que sacrificar a Fermín, mi perro, mi amigo, mi compañero. Este artículo lo escribí, parece que premonitoriamente, hace dos años exactos.
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Fermín no aparenta los trece años que va a cumplir. Se mantiene juvenil, vigoroso y muy activo, con iniciativa impropia de su edad, ya un tanto avanzada. Es el primero en recibirme cuando llego a casa y aunque ya no salta como antes su alegría desborda cualquier expectativa. Baila a mi alrededor, mueve el rabo y ladra, va y viene, se detiene y me espera, me llama y me busca hasta que me agacho, le acaricio la cabeza y el lomo y le doy unas palmadas de amistad, confianza y camaradería.
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Fermín no aparenta los trece años que va a cumplir. Se mantiene juvenil, vigoroso y muy activo, con iniciativa impropia de su edad, ya un tanto avanzada. Es el primero en recibirme cuando llego a casa y aunque ya no salta como antes su alegría desborda cualquier expectativa. Baila a mi alrededor, mueve el rabo y ladra, va y viene, se detiene y me espera, me llama y me busca hasta que me agacho, le acaricio la cabeza y el lomo y le doy unas palmadas de amistad, confianza y camaradería.
Él se da por satisfecho y me precede hasta el cuarto de estar, allí se detiene a mitad de camino entre la puerta y el sofá, me mira y mira a los demás para decir “Que ya está aquí, que no os habéis enterado”. Cuando después de los saludos familiares me siento, acude hasta mí, me clava su mirada penetrante y desinhibida y, situado enfrente, parece que esté a la espera de una orden que cumplir o un deseo que satisfacer.
El invierno es para él la mejor estación, forrado de pelo espeso y rizado no teme a las heladoras mañanas ni a las ocasionales nieves ni a los vientos irritantes. Cuando se acerca su hora de salir da vueltas nervioso, viene y me empuja con el hocico, al principio levemente, con mayor exigencia después. Si no le hago caso lloriquea, zalamero y plañidero, para que cumpla con sus necesidades. Sus exagerados nervios y sus impacientes prisas al verme cerca del armario son una presión para que no tarde en abrigarme cuanto febrero me exige. Siempre tirando de la correa me pasea a fuertes impulsos de árbol en árbol, de farola en farola, en busca de las mejores y más transitadas esquinas. Si encontramos perros que puedan hacerle la competencia intenta alejarlos a ladridos y luego me mira satisfecho preguntándome “Eh, tú, grandullón, ¿a que lo he hecho bien?”.
Luego, ya en casa, relajado y tranquilo, se tumba a mis pies, siempre pendiente de mí, de mis manos y de mis intenciones, de si me levanto o no, atento a mi mirada y a mis palabras. Inesperadamente se incorpora y pone sus patas sobre mi regazo, lo tomo y lo achucho, él se deja, mimoso, y exhala un leve gruñido de placer, le rasco y se estira cuan largo es para ofrecérseme perezoso y somnoliento. Me dice “Te quiero” o “Gracias” con una mirada o con un ronco murmullo.
A veces se crea entre los dos una corriente de entendimiento difícil de explicar. Una sensación de camaradería, intimidad y comprensión mutua nos invade y se me antoja que estamos pensando lo mismo, que estamos sintiendo lo mismo, que compartimos angustias y necesidades y que puestos a ello encontraríamos las mismas soluciones. Nuestras miradas se cruzan y sólo le falta sonreír e invitarme a café. Nos sabemos un equipo.
A la noche le cuesta despedirse de mí y tengo que insistir siempre para que vaya a su espacio, la separación le duele y a mi me disgusta, pero hay rayas que no puede traspasar, mi sancta sanctorum es inviolable y cada mochuelo ha de ir a su olivo. Tiempo habrá al día siguiente para sus mimos, sus cariños, sus caricias, sus juegos y sus miradas. Para su amistad y su solidaridad.
1 comentario:
El perro es precioso, y el texto me parece de una belleza extraordinaria, donde se puede ver muy bien la relación afectiva entre dos amigos.
Un placer visitar tu rincón.
Saludos
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