Enero parece dar un alivio aunque un viento fresco sube desde
el río y trae tañidos leves y lejanos. Las campanas suenan quedamente, con
tanta dulzura y timidez que parecieran no querer molestar en tan laicos
tiempos. No sé si son llamada a las
obligaciones dominicales o son lastimeros tañidos al abandono y a la huída, así
están las cosas.
Sobre los restos de un cubo de la muralla de Carrión la
bandera de Castilla ondea con jacarandosa alegría, agitada por la brisa,
iniciando una especie de ballet que acompaña a las campanadas; me reconforta
encontrar clavado en todo lo alto el orgullo de pertenecer a tierras tan
cuajadas de historia. Detrás me espera la fachada meridional de Santa María,
cargada de leyenda.
Ante ella un peregrino desorientado se detiene y se pregunta
cómo puede ser tanta magia, cómo el hombre pudo plasmar tanta delicada devoción
en el friso de los reyes magos. Sus manos blancas y refinadas contrastan con su
basto sayal. Quisiera pasar por obrero o artesano, pero esos dedos quebradizos jamás
han empuñado otra cosa que no fuera recado de escribir. Toma nota de lo que ve
y sigue apaciblemente, como con miedo a romper la mañana dominical, camino del
centro.
Los romeros atraídos por el friso de la iglesia de Santiago
abren la boca y dejan una limosna buscando protección ante las leguas de
desconocidos peligros que les aguardan. Toda la ciudad está representada en sus
arquivoltas, artesanos, menestrales y aprendices llevan siglos dando ejemplo a
los emprendedores locales que incesantemente han tomado el relevo. Y
presidiéndolo todo, el Pantocrátor.
El cielo oscuro de aguas amenazantes se vuelve lluvia. Al bar
o a la iglesia algunos veloces paraguas atraviesan calles estrechas, vestigio
histórico de urbanismo medieval que se pudo conservar mejor. Hace mucho que en
ellas ya no se cruzan judíos con cristianos ni caballeros con villanos, Carrión
es uno y lleva cientos de años de hermandad viendo el agua pasar bajo su puente.
Desde él veo al peregrino del tosco hábito dejar San Zoilo,
depósito de grandeza castellana, testigo pétreo del poder que una vez tuvo
Cluny. Sigue lloviendo y al dar las doce un carillón entona con delicadeza el
Ave María. Mis recuerdos infantiles se empapan de este enero que se derrama
sobre mi cabeza.
Desde el río sube viento que ahora parece enrabietado y
quiere llevárseme el sombrero y romperme el paraguas. Corre la mañana entre las
viejas calles, doblando esquinas que tarde o temprano terminarán en la tumba
del Apóstol; de todo ello dará testimonio un desconocido amanuense que
disimulado con un vulgar sayal acaba de decidir el ficticio lugar de origen de
unos condes, falsos villanos de un épico cantar de gesta para laudar las
glorias de Castilla.
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