Es doloroso ver los informativos
de la tele; se siente lástima al leer las portadas de los periódicos, al
empaparse de realidad. ¿Quién se beneficia de tanto dolor, dónde ha ido a parar
la prosperidad de antes, quién se ha quedado con los derechos que teníamos?
La actual situación de caos económico
que nos envuelve no puede ser sólo fruto de la casualidad; es tal el tamaño de
la monstruosidad que sólo puede haber sido hecha a propósito, quizá consentida
y animada. El retroceso de décadas en derechos, en riqueza, en bienestar sólo
tiene sentido si alguien saca beneficio.
Sé de la suma avaricia del
capitalismo; sé que capitalistas no son los dueños de las tiendas y negocios
familiares que se sitúan a ambos lados de la calle mayor; sé que capitalistas
no son los pequeños ahorradores que han, que hemos, puesto nuestros escasos dineros
en manos de grandes empresas para conseguir cierto beneficio del progreso
general. Pero sé, repito, de la suma avaricia del capitalismo aunque no sepa quiénes
son los capitalistas, salvo quizá unos pocos y sonoros nombres que todos
tenemos en la cabeza. ¿Cuántos capitalistas hay manejando la sociedad, ocultos
en edificios bien guardados, por cada uno que conocemos públicamente?
Sé de la supina ignorancia del
dirigente político que no vio venir la crisis, negándola mentecatamente durante
años en vez de poner remedio, inventando brotes verdes que sólo él se empeñaba
en encontrar, incluso en contra de las tesis de sus conmilitones más ilustrados
y más preparados. Sé de los millones
despilfarrados en ayudas a homosexuales de Puerto Rico, por citar un simple
botón de muestra, insignificante por sí mismo. Sé de los millones
despilfarrados en ONGs fantasmas, en ayudas a partidos y subvenciones a cursos
sindicales. Sé de los millones dilapidados en obras faraónicas. Sé de las
pensiones a políticos con sólo dos legislaturas a sus espaldas, sé de los sueldos
de alcaldes y presidentillos autonómicos con ínfulas de jefes de estado.
Y sé que por todo ello a España
ha vuelto el hambre, sé que hay miles de familias de clase media sin trabajo,
niños a los que el Estado ha de dar de comer –vuelve la ignominiosa sopa boba-,
sé de familias que han sido arrojadas de sus casas por no poder cumplir sus
compromisos de pago de unas viviendas sobrevaloradas por la avaricia y la
especulación.
Y sé que todo esto se quiere
solucionar habiendo reducido las pensiones, los sueldos, los derechos, las
vacaciones, el bienestar; sé que todo esto se quiere solucionar reduciendo el
número de camas en los hospitales; sé que todo esto se quiere solucionar
reduciendo los maestros y los médicos; sé que todo esto se carga sobre las
espaldas de los más débiles, sé que todavía no se han tocado los privilegios de
la maldita casta. Y todo esto me pasa por leer, por escuchar la radio, por ver
los informativos. Quizá por pensar. Me acuesto sobrecogido y me levanto
asustado. Me pregunto qué he hecho yo –qué hemos hecho nosotros- para merecer
esto y no hallo respuesta. Sólo sé que lo estamos pagando. Que lo pagan amigos
míos sin trabajo, sus familiares que los mantienen y que lo puedo pagar yo si
tengo que ir al hospital. Sé que lo estoy pagando yo trabajando más horas que
antes por menos sueldo. Y soy un privilegiado.
¿Quién se beneficia de tanto
dolor, dónde ha ido a parar la prosperidad de antes, quién se ha quedado con
los derechos que teníamos? La actual situación de caos económico que nos
envuelve no puede ser sólo fruto de la casualidad; es tal el tamaño de la
monstruosidad que sólo puede haber sido hecha a propósito, quizá consentida y
animada.
Sé que el drama de España es ser
España y que el próximo viernes, que Dios nos coja confesados, hay consejo de
ministros.
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