Llueven gotas pesadas como
blasfemias, la ciudad se vuelve gris y se difumina en planos espesos.
Súbitamente las avenidas se vacían y la grisura se adueña de ellas. Las aceras
se vuelven más anchas y parecen un gigantesco decorado esperando a los actores
de una película coral.
Al principio la ciudad se alegra
y acepta con ilusión que el agua se lleve el espesor de una tarde más, recibe
la lluvia como una ducha que inicie la redención y el descanso; cambia el
viento y un olor a frescura y novedad lo llena todo. Desaparece la pesadez de
la atmósfera y los minutos se vuelven más livianos y fáciles de llevar.
Foto de Diario Palentino |
De pronto sopla violento el aire
como adolescente contrariado. Se agitan desesperadas ramas con miedo a que el
otoño llegue en julio y lloran un zumbido amargo al compás impetuoso del
viento. Resuenan gruesos tamborileos sobre alféizares recalentados, protestan
con quejido metálico los cristales de comercios y cafés mientras enmudece la
calzada. Los semáforos pacientes cumplen inútilmente su labor mientras litros
de agua descargan sobre la ciudad y corren calle abajo buscando una salida,
convirtiendo el asfalto en mar. Asombrado asoma un perro por una ventana, tal
vez esperando que detrás de cualquier esquina aparezca Noé.
Llueve julio con furia y la
ciudad se asusta y se encoge, mete la cabeza bajo los hombros y se pregunta con
asombro por qué la castigan los dioses si siempre fue callada y resignada, si
nunca alzó la voz destemplada. Pero los dioses contestan que ellos no dan
explicaciones a nadie y su furiosa palabra ronca envuelve en miedo a la ciudad
desamparada.
La vida se ha detenido buscando auxilio
y eleva la mirada con resignación tratando de encontrar un hueco de calma y
luz. Pero el cielo frunce el ceño y se rasga con un brillante gesto de enojo
que parece durar eternos segundos de angustia, el temporal redobla su furia y
bajan las calles y aceras llenas de agua a la espera de una balsa benefactora.
Son minutos de intranquilidad que desfilan lentamente hacia un final predecible.
La lluvia agota las nubes y
lentamente, pregonando sus intenciones, amaina su desesperación. Detrás de la
ventana el perro se tumba con pereza, alguien abandona los soportales y se abre
la puerta de una cafetería. Las últimas gotas parecen negarse a caer pero su
desesperación acaba con ellas en el suelo. Cesa momentáneamente la tormenta; la
avenida aún con miedo recupera su vida y vuelven a ella el comercio y el paseo.
Surge de nuevo la ciudad que era, surge Palencia y su vida serena, tal vez
cansina, pero gratificante y completa.
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