Recientemente las consideraciones
de un jurado en el importante juicio a Francisco Camps, expresidente de la
Comunidad Valenciana, ponían al descubierto el grave déficit de instrucción que
soporta la sociedad española. El texto estaba tan plagado de errores que ha pasado
a la prensa no por su sabroso contenido periodístico sino por sus garrafales
faltas ortográficas y sintácticas, es decir por las carencias culturales de su
redactor.
Pero el déficit no es sólo de
instrucción, el todoigualismo español falla también en la trasmisión de
determinados valores, prefiero ahora no hablar de los cambiantes valores
morales sino de valores educativos que debieran ser permanentes. Saludar, despedirse
y dar las gracias son costumbres sociales en desuso, lo que lamentablemente nos
devuelve, a mi estúpido parecer, al estado cavernario de los neandertales.
Seguro que los cromañones las empezaron a practicar y el Homo Sapiens de los
siglos XX y XXI las está perdiendo de vista, pues son ñoñerías baladíes en
lógico retroceso, síntoma de cursilería social.
Interrumpir una reunión, llegando
tarde con pertinaz reiteración, es otra pésima costumbre tan arraigadamente
española como imposible de comprender en cualquier país medianamente
civilizado. Entrar con naturalidad infantil, sin ofrecer una excusa a los
presentes ni solicitar permiso, sólo puede ser comprendido en una sociedad en
la que todo vale hasta el asilvestramiento general.
¿Y quién no ha padecido alguna
vez por alguna llamada telefónica que no le han devuelto? A mí me acaba de
pasar. Dos veces. Me ha ocasionado trastornos, indecisiones y una situación un
tanto incómoda de digerir. Devolverme una llamada particular y tal vez
interesarse por el motivo de la misma no debía parecer algo lógico a la persona
con la que yo quería ponerme en contacto. Pero la educación no es sólo índice
de cultura, también es señal de dónde pone uno el límite entre dignidad e
indignidad propias. Penita, oiga.
La cuestión no es qué debemos
hacer para ganar el respeto de los demás, sino cómo conseguir que parte de la
sociedad española, la parte más ágrafa por muy universitaria que sea, tenga la
más mínima consideración por los demás. A eso, pensar en los demás, se le llama
educación.
¿Quién tiene la culpa de tanta
incultura y de tanta mala educación, el individuo o el pueblo que lo acepta
resignadamente? ¿Todo vale?
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