Si hay personajes que no aguanto, que me molestan, que si pudiera eliminaría de mi vida con un simple plumazo, son los infalibles, esos personajes odiosos que todos conocemos y que, bajo cualquier condición y circunstancia, tienen siempre toda la razón, sin ceder jamás un ápice a las razones de sus rivales, a los que ningunean, menosprecian y relegan con facilidad y frecuencia a meros objetos estorbo.
Ibarretxe, por ejemplo, es un infalible del sector repetitivo, rama de los intolerantes. Además de machacón, pesado y plomizo. Pertenece a esa casta de personajes públicos intransigentes e inaguantables: siempre tiene razón, tooooda la razón, sin el más mínimo resquicio para sus contrarios. Es el prototipo de personajes intransigentes que jamás admiten la más mínima posibilidad de estar equivocados. Como Franco, sólo será responsable ante Dios y la Historia. Con su pan se lo coman sus votantes.
Los poseídos de su superioridad, de su infalibilidad, de su divinidad, de su excelencia personal son gentes insoportables, intratables, atragantantes. Tiene que ser un suplicio compartir con ellos parte de la jornada de trabajo, una jornada de paseo o una tarde de fútbol. No puede haber peor experiencia vital que acompañar por obligación a uno de estos personajes. Si es en el trabajo, la tensión que estos infalibles tienen que trasmitir a sus subordinados ha de provocar miles de infartos para no desatender cada una de sus minúsculas exigencias o para soportar cada una de sus mayúsculas críticas; si es a dar un paseo por el monte, pongamos, lo más fácil es acabar loco de remate y perdidos no se sabe dónde, porque a ver quien es el guapo que le dice a Don Perfecto que ese camino muere en el bosque a mil metros de altura y ya está anocheciendo. Y si es en el fútbol… a ver quién le pone el cascabel y le explica que el portero puede coger el balón con las manos en su propia área.
En la prensa también tenemos estos tipos de personajes divinos, infalibles e imperfectibles, permanentemente dotados del inigualable don de no equivocarse jamás: Jiménez Losantos y María Antonia Iglesias, por ejemplo. Rápidos en el insulto, hábiles en la dialéctica ofensiva, directos en la respuesta hiriente, de ambos huyo despavorido, de ambos sólo guardo esporádicos retazos y de ambos tengo más información de la que me gustaría, muy poca, ciertamente, que uno es muy cuidadoso con su equilibrio mental.
Yo daría mucho dinero por oír a cualquiera de los dos pedir perdón por haberse equivocado y por haber ofendido a sus interlocutores. Al menos una vez en la vida. Ambos destacan por su vertiginosa capacidad de fulminar a insulto limpio (¿hay insultos limpios?) a aquellos pobres incautos elegidos como víctimas. Son intolerantes, intransigentes e incapaces de algo tan humano como ponerse en el lugar de los demás, de percibir lo que otros sienten, comprender y disculpar. Arrastran su amargura y su rencor por los micrófonos y televisiones de España. Ver su rostro en televisión es ver la cara de la acidez y posiblemente del estreñimiento, lo que quizá explica su comportamiento.
Ambos le ponen el rostro y la voz al desprecio, ambos le echan decibelios al escarnio y ambos basan su presencia en su radicalismo, en su intransigencia y en su intolerancia.
2 comentarios:
LO peor es que tienen seguidores, audiencia, y que dan una imagen de España en general -y de Catalunya en particular, como decía 'aquel señor'- muy sesgada y peligrosa, muy distinta de la realidad normalita de la convivencia ciudadana.
Julia, no sé lo que pensará usted, pero me parece que aún siendo muchos sus seguidores, que lo son, arman más ruido del que proporcionalmente corresponde..., ya sabe, a dos que gritan se les oye más que a cien que callan...
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