Hay muchas cosas de Fermín que
echaré en falta pero será su mirada, tierna, sugestiva, suplicante, traviesa,
la primera de ellas. Estaba muy enfermo y pese a mi dolor era su hora. Hemos
estirado el tiempo todo lo posible pero lo inevitable llegó esta semana y para
él han terminado ya los sufrimientos.
Cuando llegó el momento quise que
todo fuese rápido, la decisión estaba tomada ante la irreversibilidad de la
situación y no quise darle a mi corazón la oportunidad de firmar juicios que la
razón impedía. Para nosotros terminaron sus juegos, sus miradas, su compañía.
Terminaron sus sustos ante cualquier ruido inesperado, terminó su cariño.
Terminó su insistencia para subir a mi regazo, terminó su rápido refugiarse
entre mis rodillas. Han terminado quince años de permanente cariño, de petición
de amor, de entrega de amor. Las lágrimas ciegan los ojos pero abren el
corazón, lo sensibilizan y lo dejan más permeable a todo aquello que escapa a
la mirada, a lo inmaterial.
Todavía me agarrota su enorme
aullido final, potente, lastimero, profundo, intenso. Sonó como la sirena que
avisa de un desastre, como la que anuncia el principio de un bombardeo, como la
que avisa de un naufragio. Fue lo último que hizo, se durmió bajo mis brazos,
le miré a los ojos, inmóviles y opacos, le di un beso en la frente y huí,
sencillamente opté por lo fácil. Antes y después las lágrimas me amenazaron
largo rato; yo quería ceder y llorar intensamente, que mi ánimo fuese
desbordado por las emociones, descargando mi tensión. No pude; sí, algún
hilillo resbaló traidoramente desde mis ojos al mentón, pero no fue la catarata
que yo necesitaba para desahogarme y reposar. Aún guardo esas lágrimas dentro
de mí, envolviendo mi sufrimiento, cercenando mi descanso. No sé qué me impidió
llorar, qué me impedía dar vía libre a mis dolores, tal vez mi corazón se haya
endurecido en los últimos años.
La congoja sigue en mí. Lo echo
en falta al ir a la cocina, lo echo en falta cuando alguien llama al timbre, al
levantarme y al acostarme, al salir y al entrar, en el pasillo y en el salón.
Iba y venía, siempre suplicando un trozo de pan o una caricia, un saludo o una
despedida, acompañando mis pasos, preguntándome: "Eh, tú ¿y ahora qué
toca, dónde me llevas?
Tengo el corazón lacerado pero debo
seguir; busco sentido a la vida en un cachorro que anestesie y nuble mi mente,
turbando mi recuerdo con una nueva realidad que niegue el pasado cruel.
1 comentario:
Yo, siempre pense que era muy exagerado, lo que oia a la gente, contar en referencia a un perrito en casa,nunca entendi, que se llegase a querer a un animal hasta ese punto, no he sido nunca de los de acariciar a los animales, jamas le maltrataria, pero no salia de mi una caricia espontanea, pero un dia llego Rocky a nuestras vidas y todos mis conceptos cambiaron, dia a dia vivo lo que tu describes en tu comentario , hoy juego con el , siempre comparto algo de lo que como, porque no resisto su mirada, tan linda, creo que sabe si estas contento o triste , en resumen es parte de nuestra casa , asi que entiendo tu pena y la comparto, un abrazo
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