Me he quedado en casa. Terracita,
un vasito de vino de calidad, unas aceitunas, mi libro, internet. Pero sobre
todo sol, calma, quietud, pájaros piando (lo juro; en este momento) y una
ligera brisa que dulcifica la ya de por sí suave temperatura. No necesito playa
atestada de gentuza tumbada en la arena, de chiringuitos a precio de cinco
tenedores y calidad de tasca.
Me he ahorrado cientos de
kilómetros de viaje, gasolina, peajes, atascos. Voy a por el pan en cinco
minutos con mi bici. Por la acera, claro (hala, ríñanme, les va a dar igual).
Salgo a la ciudad y está vacía, sombra y serenidad; la terraza de mi bar
preferido, vacía, a mi disposición; las aceras anchas y libres. Vermut en la
esquina o en mi minijardín. Yo solo; con Misanta. Y Zoilo, mi perro. De lejos
me llegan voces de algún marginal como yo que ha decidido quedarse y preparar
cualquier marranada en su barbacoa.
No hay nadie a mi alrededor,
palomas y grajos son mi única compañía. No molestan. Están. Cuento con ellos.
De vez en cuando algún tarado pasa por la lejana calle metiendo ruido con su
moto de subnormal o un puto crío viene a joder con el balón. Enseguida se va.
Luego el silencio invade de nuevo mi casa, mi terraza, mi parque. Solo. Aire,
sol, silencio y quietud. Tengo a mi alcance todo cuanto puedo necesitar, comida,
libro, mi vino preferido; sólo echo en falta mi ciudad preferida una visita a
Piazza Bra y vuelta a comer, café y siesta.
No entiendo tantas carreras con
el coche por llegar a Marbella; tanta playa multitudinaria, tanta discoteca de
moda hasta los topes de gente. La misma gente que antes saludabas por la
Castellana o por García Morato y ahora la ves vestida de pija moderna o
semidesnuda en la playa. Junto al tío de la música a todo volumen.
Ya no ponen Ben-Hur en las teles,
ni siquiera en las ilegales, a cambio tenemos a Belén Esteban o Kiko Rivera
tocándonos los timbales. No todos los cambios son buenos, qué paciencia… Pero
tengo mi casa, mi perro, mi silencio o mi música barroca. Mi descanso.
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