Corre el domingo sereno y sopla
entre riscos buscando reposo de primavera. Una nube observa desde lo alto cómo
la montaña se viste de silencio y paz, sólo la retorcida carretera nos trae de
vez en cuando noticia de que el mundo existe, bullicioso y arrogante.
En Revilla de Pomar Palencia se
pone de puntillas para alcanzar el rabioso azul del cielo. El viajero se siente
en contacto con la madre Tierra, pisando suelos milenarios, hollados por el
hombre desde que es hombre. Desde antes de ser hombre. Canto Hito es un dedo
acusador que señala en las alturas al Responsable de la belleza de riscos y
valles que ciervos altaneros cruzan burlando el olfato del zorro. Viejas
piedras agrietadas guardan entre prados el recuerdo de ovejas que aquí pastaban
por miles; agotada la trashumancia, todavía sobre la áspera pradera herida por
siglos de erosión permanecen en pie los casetos de los pastores, homenaje a ras
de suelo a una vida engullida por la modernidad.
Sopla el viento y baña de
solemnidad Covalagua. Al visitante
Covalagua le parece vientre del que nace la belleza, cuna donde se mece la
montaña para derramarse sobre el valle. El río Ivia, infantil y discreto, busca
salida a sus tímidas aguas, bañando entre saltos plantas de aulaga que colorean
la mañana de luz intensa. Más arriba, Valcabado es mirada lujuriosa a la
naturaleza, lugar que escogería el diablo si lo conociera para tentar a Jesús:
“Todo esto te daré si, postrándote, me adoraras”. Viento y sol y naturaleza lo llenan todo de
silencio.
Durante la mañana el sol cansa de
luz a Espigüete y Curavacas, torres del homenaje desde donde Castilla vigila el
azul cantábrico, mojones que señalan en el horizonte el final de Palencia.
Entre ellos y yo se pierde el verde primaveral salpicado de motas de tejados
rojos. Por la tarde desde el promontorio se ve al sol acostarse entre ambos,
testigos eternos de tierra eterna, almenadas murallas de los páramos. Sombras y
matices de variada densidad han ido marcando el paso de las horas y en el
atardecer difuminan sus aristas y los revisten de solemnidad.
La temperatura baja deprisa y el
viajero hunde la cabeza entre los hombros y emprende la huida. Valdivia queda
atrás y en ella espera la emoción de la verdad de la tierra y la naturaleza.
Una nube observa desde lo alto cómo la montaña se viste de silencio y paz, sólo
la retorcida carretera nos trae de vez en cuando noticia de que el mundo
existe, bullicioso y arrogante.
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