Palencia es una emoción:

05 julio 2009

Paraíso en el Cerrato

Desde hace muchos años presumo de Palencia y de Castilla en general, siempre he pensado que uno debe sentirse orgulloso de sus raíces, respetarlas y pregonarlas. Quizá por ser del árido Cerrato siempre he sentido una especial predilección por la fresca y quebrada línea de la montaña palentina, allá donde los Picos de Europa abrazan a León, Palencia y Cantabria, rodeándolos de frescor, belleza, arte e historia.
Cada vez que he tenido oportunidad he paseado a mis allegados por Aguilar de Campóo, Cervera de Pisuerga o Velilla del Río Carrión. El nacimiento de los dos ríos palentinos por excelencia ha sido ha sido objeto de numerosos salidas de mis allegados. Según la oportunidad de tiempo y lugar, los numerosos pueblecitos de la carretera de los pantanos unas veces, Valderredible y diversos lugares próximos de Burgos otras, pasaban también a formar parte de las excursiones familiares. Así aunábamos la convivencia, el hermoso paisaje (siempre he dicho que si los Cardaños estuviesen en Suiza nos pelearíamos por ir a esquiar) con el románico y la Historia de la formación de Castilla. (Lo que de paso me sirve para recordar que Brañosera también fue durante un tiempo parte de estas salidas familiares.)

Confundir a Castilla con la meseta es un grave error que supongo deberemos cargar en el debe de la generación del noventa y ocho, a quienes sin embargo tantísimo debemos, pero sin embargo yo mismo estaba cayendo en el error contrario, huía de la estepa árida, del secarral inmenso de Tierra de Campos y de los hermosos y recónditos valles del Cerrato, esa comarca repartida entre Burgos, Valladolid y Palencia. Si me permiten la corrección, Castilla no es sólo montaña, así que quiero ahora compensar, siquiera parcialmente, tal descuido y entonar el correspondiente mea culpa.

Les estoy escribiendo en mi primer día de vacaciones, estoy en pleno campo, en pleno Cerrato, rodeado de árboles, pájaros, trinos y silencio, mucho silencio. Estoy absolutamente solo, que es muy buena manera de estar cuando se ha escogido voluntariamente. Por aquí se partió la clavícula Lance Armstrong, el campeonísmo norteamericano, al caerse de la bici en su participación en la vuelta a Castilla y León. El pueblo en cuyas proximidades me encuentro se llama Antigüedad y a cuatro kilómetros se encuentra la ermita de nuestra Señora de Garón. ¿Si les digo que el lugar es paradisíaco me creen?
Supongo que todo depende de qué entendemos cada uno por paraíso. No, Benidorm no es ningún paraíso. En este momento ni París ni Venecia. El paraíso es esta isla de soledad y silencio, sólo rota por algún camión camino de no se sabe dónde en esta abandonada planicie. Si a ustedes le apetece una paella a la orilla del mar vengan a este lugar a probar unas chuletillas de cordero lechal a la brasa. Lechal, insisto, que ahí está la diferencia. Claro, claro, aquí no hay un alma, ya les he dicho lo solitario del sitio. No hay un bar, ni un restaurante ni un camarero. Se lo tendrían que hacer ustedes solitos, algo así como Ikea en plan gourmet campestre.

Garón es una sombra alfombrada de verde. Acaba de iniciarse julio, es la una de la tarde, los campos deben arder, la ciudad ya estará inflamada y a las cuatro no habrá quien resista sobre aceras y asfalto, pero Garón es una sombra fresca y vivificante cubierta de césped verde brillante. A veinte metros de la mesa desde la que escribo suena un arroyo de cuyas aguas con frecuencia llenan botellas y garrafones lugareños y forasteros. Enormes árboles cubren este espacio, dejándolo permanentemente fresco y lozano, la brisa no cesa en su empeño de ir y venir produciéndome una sonrisa al acordarme de los aires acondicionados de bares y cafeterías. Por un breve instante en mi cabeza se suceden en una mezcolanza imposible el ajetreo urbano (“uno solo, dos con leche, tres tostadas y tres fantas de naranja y una de limón. Oído, cocina”) con el ulular de un búho o una lechuza (mi ignorancia en estos temas es sólo comparable a mi atrevimiento) que es lo único que rompe la monotonía calma y serena que me envuelve.
Garón es una sombra envuelta en las sábanas sedosas del frescor, del silencio y la serenidad y por eso es un paraíso que hay que guardar, como los mandamientos cuando España era católica y no laica, y hacer guardar, como la Constitución, que ése es el miedo que me da, que nos adaptamos a todo con facilidad.

Me dicen que los fines de semana “este lugar se pone a reventar de gente, oigausté, señor”. Que no cuenten conmigo, claro, por aquello del silencio y la soledad, pero que lo disfruten, que sepan gozar de lo que la naturaleza ha dado a esta Castilla mesetaria, olvidada de Dios y de los hombres. Y que el Ayuntamiento sea consciente de lo que tiene y lo cuide con mimo y eficacia, que la molicie y el abandono llegan en cualquier momento.

Termino y me da miedo salir del sombrío, aunque han empezado a surgir algunas nubes, fuera de estas espesas sombras, lejos de estos enormes chopos la temperatura sin duda debe ser elevada ya. Aquí sin embargo la brisa sopla fuerte y sin cesar; mi garganta reclama un sorbo del arroyo que canturrea por aquí. Algún día traeré unas chuletillas para ser hechas a la brasa en cualquiera de los lugares que están convenientemente dispuestos. Aunque con esto de los incendios no sé yo… Preguntaré antes, no se líe la de Guadalajara. Agur.

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