En mi barrio no se habla de otra cosa, todos nos hemos quedado estupefactos. Vas a la carne, al pescao o a la casquería a por cuarto y mitad y todos sienten el íntimo deseo de contarte cómo se han sentido al conocer la noticia. Creen que les vas a sacar en la columna del viernes que viene o algo así. Los peores son los que se empeñan en contarte el lento proceso de asimilación de las novedades.
Se hace pesao porque todos en el barrio hemos pasado por la misma angustiosa sensación de incredulidad, todos hemos hecho el mismo esfuerzo por buscar un resquicio de irracionalidad en lo que nos estaban contando los enviados a pie de calle. Sólo que esta vez el pie de calle estaba a seiscientos ochenta y un pasos de mi sofá. A todos se nos ha pasado por la cabeza eso de “estos periodistas ya no saben qué inventar”. Sólo duraba un segundo, porque inmediatamente te estrellabas contra el enorme muro de la realidad como Fernando Alonso sin control, ninguno de los vecinos sabemos cómo digerir las imágenes que vomitan las televisiones para someterlas a nuestros voluntaristas deseos.
Nos hemos quedado sin saber dónde poner nuestras buenas intenciones, dónde colocar las agoreras declaraciones de “ya lo había dicho yo” o las incrédulas pero esperanzadas de “Todos son inocentes hasta que se demuestre lo contrario”. El pánico cunde, la impotencia nos absorbe como dicen que hacen los agujeros negros, el sol se ha puesto en nuestro cerebro y las células nerviosas no aciertan a llevar a cabo sus conexiones. No sabemos qué hacer con nuestras neuronas como otros no saben qué hacer con las manos en determinados momentos.
Es lo malo de vivir en una acogedora ciudad del tamaño de un barrio de una capital inhóspita, cosmopolita y abigarrada, que todos nos sentimos uno, que todos sentimos por uno, que todos sentimos lo que uno. Y que todos pensamos por uno (es peor que uno piense por todos). Que hay poco espacio para la intimidad, que no puedes esconder tus problemas sino que los compartes como compartes con tus vecinos la Primera Comunión del pequeño, la boda de la mayor o las fotos del viaje al Caribe.
El dolor es el dolor de todos; el asombro, la estupefacción, la sensación de irrealidad son de todos. Las bocas desolada y pertinazmente abiertas, el mentón a veces vibrando en el aire y los ojos buscando desesperadamente donde apoyarse son la expresión de todos. El afecto es de todos, el cariño es de todos, el apoyo es de todos, el “vamos, vamos, vamos” es de todo el barrio, de todos y cada uno de los habitantes de lo que fue humilde suburbio periférico. No es verdad, no puede ser verdad, no debe ser verdad. Hay una explicación, puede haber una explicación, debe haber una explicación. Todos tenemos necesidad de que haya una explicación para colocarla en el frontispicio de nuestras vidas, para colgarla en una pancarta de lado a lado del barrio. ¿Pero no nos conocemos todos, no sabemos todos dónde vive cada uno, cuántos hijos tiene, en qué trabaja y a qué dedica el fin de semana? ¿No somos todos uno, no somos todos el mismo? ¿Entonces? ¡Estos periodistas ya no saben qué inventar!
Vamos, vamos, vamos, todos te queremos, queremos esa inconfundible sonrisa tuya, queremos ver otra vez ese rayo pasar por la acera, a nuestro lado. A toda velocidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario