A mí nunca me gustó Aznar. Personalmente, digo. Recuerdo que lo conocí una vez en Frómista, cuando era presidente de la Junta de este ente mefistofélico que se llama Castilla y León (permítanme reiterarme: ¿Por qué no se inventaron también una Castilla-La Tierra de Campos, o una Castilla-La Alcarria?) y aún entre aciertos económicos indudables cometió la felonía de apoyar una guerra injusta que nadie en España quería. Por si eso fuera poco, nombró como sucesor al peor de los candidatos y no supo maniobrar en aquellos días de los atentados de Atocha. Rubalcaba fue varias veces más listo. Aznar dejó a su partido y a España a los pies de los caballos, tal cual Zapatero ocho años más tarde. Igualicos.
Me da la impresión que lleva mal eso de haber dejado el poder y de vez en cuando la neurona le traiciona y dice cosas como aquello de beber y conducir. O como esto de Gadafi, esas declaraciones que su propia Fundación ha tenido que corregir. Oh, no, perdón, quise decir “matizar”. Tengo la impresión de que a Aznar le ha podido su vehemencia y ha metido la pata hasta bastante dentro, a pesar de tener razón: Gadafi ha sido tradicionalmente nuestro amigo.
Aznar no sabe de florituras del lenguaje, como embajador sería pésimo, suelta sus parrafadas como quien suelta una piedra, sin pararse a pensar si mata o espanta, sin preocuparse de la posición de su partido, sin tener en cuenta la situación en que deja a su nominado. A poco que hubiera cuidado el lenguaje, algo imprescindible en el mundo en que se desenvuelve, habría sabido utilizar las palabras necesarias, las expresiones adecuadas para recordar cómo todo Occidente recibía a Gadafi, le obsequiaba y besaba por donde él pisaba. Sólo nos faltaba arrojar pétalos a su paso, si me permiten jugar con la echa del día en que escribo, a Gadafi le hemos recibido con palmas, cánticos y extendiendo nuestros mantos bajo los cascos de su borriquilla.
Gadafi ha pasado de ser el enemigo número uno de Occidente y patrocinador del terrorismo mundial a ser recibido, manoseado y besuqueado por todos los líderes mundiales que encontraban en él un garante de suministro inagotable de energía y una defensa infranqueable ante el integrismo islámico. Gadafi era un terrorista y un dictador pero cuando convenía nos olvidábamos de ambas cosas. Y el que esté libre de pecado que tire la primera piedra.
La estrategia occidental se distingue por su pragmatismo, nadie nos asegura que mañana no vayamos a compartir cama con nuestro enemigo de hoy, nadie nos asegura que mañana no tengamos que declarar la guerra a nuestro aliado más fiel e inquebrantable. No nos interesan las personas que lideran esos países, sino sus riquezas y nuestra seguridad. Para salvar eso somos capaces de cualquier cosa. Pero es cierto, asombrosamente cierto, que Gadafi ha sido nuestro amigo; será un payaso, tal vez, pero nosotros le reíamos las gracias para tener calefacción de noviembre a abril. Y algo semejante hemos hecho con los líderes de Túnez y Egipto. Puede que pase dentro de algún tiempo con el de Marruecos. Sólo el tiempo lo dirá, porque Occidente (¿El mundo civilizado?) se las arregla para adaptar su política a las circunstancias; no es muy ético ni honrado, pero es efectivo y conseguimos aquello que nos proponemos.
En esta ahora con Gadafi no sabemos qué hacer, no podemos permitir que se quede, no podemos permitir que su país se parta en dos, no podemos permitir la llegada de Al Qaeda, no podemos permitir la existencia de un Estado fallido. En esa absurda situación nos encontramos, si hacemos caso a la ONU esto no tiene una salida clara, rápida y conveniente para nadie. El conflicto (qué empeño en rehuir de la palabra “guerra”, ¿este empeño en manipular el lenguaje no recuerda a Georges Orwell y “1984”?) está estancado y sin una solución fácil, habrá que escoger a Gadafi (¿después de la que le hemos montado?) o a sus opositores a los que nos da vergüenza apoyar. Bueno, también queda Al Qaeda... La coalición internacional dirá... a lo peor lo que más conviene es hacerse alemán, ésos sí que han sido los más listos.
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