Los edificios tiemblan ante el estruendo trágico de tambores y cornetas, un escalofrío tensa la espalda de niños y mayores y por la esquina aparecen nazarenos descalzos, arrastrando cadenas perpetuas de penitencia y sacrificio. Ya es tarde pero el sol se resiste a perderse la Pasión, hace un esfuerzo y se mantiene un rato más sobre el horizonte para ser testigo. Cristo se yergue sobre su cruz, levanta la cabeza y parece querer hablarle para pedirle, tal vez, que se vaya pronto y deje que todo acabe cuanto antes.
Llora un niño y rasga el silencio dramático de la semana santa castellana, el padre intenta calmarle y la Madre, resignada a lo que ha de venir, se dirige a él y le dice que no pasa nada. Las cuatro esquinas de su paso iluminan su rostro agotado y desencajado, le van a matar a su Hijo y sabe que no hay remedio. Mientras tanto, Jerónimo Arroyo, hierático y con su lápiz en ristre, disimulado entre los peatones de la Bocaplaza, está tomando notas para su siguiente creación modernista.
Obreros palentinos crucificados al paro desde las zapatillas de deporte hasta la visera blanca observan bajo los soportales cómo acaban los que quieren vivir sin la esclavitud de la dependencia social, cómo están abocados al matadero aquellos que no se someten a lo políticamente correcto. Toman nota y aprenden mansedumbre y resignación hasta que lleguen las elecciones o hasta que la crisis remonte. Si remonta.
En el Monte El Viejo cuatro empleados están preparando el Gólgota, martillo y serrucho en mano; tienen prisa porque al amanecer sale el autobús para Benidorm y la parienta lleva tiempo presionando. Junto a ellos la radio del coche pregona la última canción de los Cuarenta Principales para ocupar el silencio insoportable, no vaya a ser que haya que pensar.
Abajo, en la ciudad, el alcalde y concejales, con la pechera cubierta de bandas y medallas, siguen su viacrucis anual y atravesando solemnemente los Cuatro Cantones cierran con teatral seriedad la procesión de Viernes Santo. Altivas damas de la buena sociedad, con sus escotes cubiertos de joyas y collares, les acompañan con peineta y mantilla.
El público empieza a desfilar y pliega, domesticado por la realidad social, su sentimiento religioso para procesionarlo el año que viene. Si nos dejan.
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