
He vuelto, impulsado por la nostalgia de la infancia recordada, a oír la Salve de la Trapa. Ya no es lo mismo, no soy el mismo, pero la Salve es la misma, la Trapa es la misma y su portada románica sigue siendo la misma que mi memoria guarda empecinadamente. Un grupo de asistentes espera recogido y sumido en la tiniebla del interior el inicio de las Completas. El tiempo se acelera, las toses cesan y se impone el silencio cuando con prontitud irrumpen los monjes en la nave central que, austeramente cisterciense, se eleva sobre quienes convierten su silencioso retiro en hábito de charla con Dios.
Suena Salve Regina y un muro de delicadeza, sentimiento y suavidad nos separa del mundo vulgar, ordinario y ruidoso que ha quedado fuera. El canto gregoriano se torna filigrana emocional que salva la reja que nos separa de los monjes, nos envuelve y nos eleva, acercándonos a una idea de trascendencia y divinidad ajena al mundo cotidiano. La Salve es delicado postre que endulza con exquisito gusto el paladar de los espíritus. Sobrecogidos durante unos minutos, los presentes flotamos entre columnas y capiteles, nos sentimos extraños al sufrimiento y a lo temporal y nos convertimos en juguetes agitados por el canto monódico que graba su tetragrama en nuestros corazones.

Todo acaba con el delicado tañido que pone fin al día y con ligereza y sencillez los monjes fluyen y desaparecen por la nave lateral. Para nosotros se ha roto el milagro, un cerrojazo hiriente ha estallado y nos devuelve a la cotidianidad, es un súbito despertar de una anestesia que nos retorna a la vulgaridad de ser humanos, ramplonamente humanos, encaramados en nuestras ruines cuitas diarias.
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