Dieciséis de los diecisiete
presidentes autonómicos han ofrecido su discursito a sus ciudadanos. Todos
excepto el presidente de Castilla y León. Enhorabuena, señor Lucas. (Ay, no,
espera… ¿cómo se llama el de ahora…?) No sólo tenemos diecisiete autonomías, diecisiete
televisiones autonómicas sino que tenemos diecisiete pretendientes al trono,
diecisiete emperadorcitos en potencia. Bueno, dieciséis.
El despilfarro es enorme,
desborda por las orejas este gigante elefantiásico en que nos hemos convertido.
No necesitamos diecisiete miniestados, con sus parlamentos, ministros y televisiones
correspondientes, supone un daño inquebrantable a nuestra propia esencia y
facilita –contra lo que se pretendía- el separatismo. Pero en vez de parar este
despilfarro Rajoy ha recortado derechos, pagas y pensiones, alargando a cambio
los años de trabajo.
Siguen siendo aquellos que más
tienen los que más demandan al Estado, apretándole y poniendo en cuestión sus
estructuras, mientras aquellas regiones que con gran esfuerzo secular –renuncia
a la independencia incluida- son las que aportan la mano de obra emigrante para
que prosperen los insolidarios separatistas. Castilla hizo España pero España
le devuelve permanentemente, Franco incluido, un gesto obsceno como despedida.
Castilla, dividida en cinco regiones inservibles, sólo asiste acomplejada al
intento de desmembramiento.
Hay maneras de que este Estado
descentralizado mejore, pero no parecen estar al alcance de nuestros
dirigentes. A ellos les va la marcha de sentirse dueños y señores y tenernos
por vasallos. Uno de los problemas de tanta crisis económica es que empieza a
haber más señores que vasallos, más teles que espectadores, más parlamentos que
parlamentarios y, claro, así un Estado no resiste los embates.
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