Mira que viene rara esta
primavera. Mira que viene raro este mayo. Quizá como todas las primaveras, como
todos los mayos. Nubes y claros. Lluvias y sol. Palencia rural, agrícola y
campesina, porque nadie se acuerda de invertir en la Castilla que parió a
España, marginada de la industrialización, debe estar agradecida a San Isidro
que nos ha traído el agua, aunque me imagino que no toda la que necesitamos. Días
de otoño en mayo, melancolía más propia de otras fecha que las actuales.
Frente a mí, Tierra de Campos se
abre imperecedera con su horizonte asomado al infinito. Por todas partes,
portentosas iglesias y altos campanarios se ríen de los humildes palomares
mientras juegan a engañar al sol o a rasgar nubes barrigudas y grises, quizá
animándolas a cumplir su destino y descargar sobre los campos sedientos y
expectantes. Camino de Santiago, Villalcázar se acerca a mí pausadamente
mientras los peregrinos arrastran su cansino paso en busca de la Puerta del
Perdón.
Vengo a Villasirga con
frecuencia, generalmente a pie, dejándome envolver por trigos cercanos y por
montañas lejanas. Es un renacer a la sencillez, a la unión con la vida, a
sentimientos de universalidad en el ombligo de Tierra de Campos. Desde lejos,
sobre el páramo verde y fructífero, surge de improviso su catedral atrayendo al
peregrino como una sirena bonachona y satisfecha. Cuando paseo por Villasirga
respiro sosiego, me vuelvo Naturaleza, me vuelvo tierra. El tiempo no trascurre
y se ofrece a mí mortal y sumiso. En el pueblo llegan hasta mí roncos rumores
de algún tractor laborioso, lejanos cacareos y conversaciones susurradas. La
mañana discurre lúcida, permeable, pulcra, entre las viejas calles del lugar.
Un sentimiento de renovación, que
no impide la quietud y serenidad de siempre, cubre la villa; el olor a primavera
inunda el ambiente y podría servir para un anuncio de paz y de hogar. Si la paz
y el hogar se anunciasen. Si se vendiesen. Giro el ábside de santa María y mis
pasos resuenan sobre el adoquín de las calles vacías, pregonan
involuntariamente mi presencia como seguramente siglos atrás pregonarían la
figura de nobles y menestrales, frailes y soldados, acudiendo a sus oficios o a
alguno de los templos que en un momento poseyó la villa.
Porque Santa María, religiosa y
militar, templo y castillo, lo preside todo; su emplazamiento y su tamaño
demuestran el poderío y las intenciones de los constructores. Tanto que cuando
me detengo a observar las figuras de las arquivoltas son ellas las que me
observan. Dentro, en el altar mayor, en el centro del retablo, está la Virgen
Blanca; un poco más arriba, el grandioso Calvario, envidia de media España.
Villasirga presume con legítimo orgullo del tesoro del que es custodia. ¡El
poder que tuvo esta tierra y cómo se ha derrumbado sobre sí misma, vaciándose,
generosa e ineficaz, sobre una España que parece maldecirla amargamente pero
que sin embargo se entrega a políticos que la niegan!
Sé que mi obligación sería acabar
estas palabras con unas frases de esperanza, de ánimo, de confianza en el
futuro. Sé que acabar con tono bajo y abatido no parece procedente en una
ocasión como esta. Sé que debería entonar un himno gracioso y gallardo y acabar
mis palabras con un do de pecho, en castellano y sin que se me escape un gallo,
no como al infame cantante de eurovisión. Sé que debería despedirme con un
recuerdo dulce y prometedor…
Pero sé que no puedo. Supongo que
es el cansancio de los kilómetros, pero regreso a casa doliente y taciturno, cabizbajo
y amargado, estos pueblos se vacían hartos de olvido y de no importar a la
España que progresa, que avanza y que crece. ¿Quién cuidará de sus tesoros, de
su Historia y de sus tradiciones cuando no quede nadie? ¿Qué quedará cuando
nada quede?
Quiero tomarme un medicamento de
esos que para subir el ánimo anuncian teles y radios, pero antes tengo que ir a
sacar algo de dinero. ¿Alguien me puede decir por dónde voy al banco y la
farmacia?
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Mi artículo semanal para Onda Cero Palencia
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