Me
vuelvo ermitaño, me quiero volver ermitaño. Me producen tal repulsión algunos
aspectos de esta sociedad que me gustaría, también a mí, retirarme del mundanal
ruido y perderme en las intrincadas sendas del que no quiere volver a saber
nada más de los demás.
Que
la mala hierba que nos envuelve no muera nunca era ya algo aceptado, pero verla
triunfar y controlar el mundo, al menos su mundo próximo, a sus compañeros de trabajo
o sus comunidades de vecinos, es algo que me produce repulsión. Que con
analfabetos presuntuosos tengamos que convivir lo había asimilado; que sean tan
incontables ofende el sentido común, debe alarmarnos y debe ser suficiente para
incendiar los originales de todos los planes de enseñanza de los últimos cien
años. Que la incultura generalizada determine de manera importante nuestro futuro
general se me hace cuesta arriba e insoportable.
Quiero
irme, quiero desaparecer; no, no me creo mejor, no me creo superior a ese
vecino que sale a la calle medio corito (perdón por el localismo) o a aquellos otros
que dan tantas voces en la barra del bar de enfrente. Pero no quiero ser su vecino,
su compañero, su conciudadano. No me veo en disposición de aguantar a pie firme
las bravuconadas de quien con las palabras se come el mundo y necesita pregonar
a los cuatro vientos su superioridad sobre mí y el resto de los mortales, no
quiero aguantar a quien necesita manifestar su mala educación y su prepotencia
volviendo la cara en el momento de encontrarse con un conocido. Me producen
repulsión, me resultan ajenos a la humanidad, me duele su soberbia, su
desfachatez, su supuesta superioridad sobre los mortales.
Quiero
un mundo donde nadie dé por supuesto que es mejor, que sabe más, que tiene más;
un mundo donde a nadie le cueste pedir perdón, dar las gracias o añadir un “por
favor”, una sociedad donde reconocer una equivocación sea un mérito y no una
humillación. Rechazo un mundo bestia en el que hay que competir con los semejantes
por un asiento en el metro, por un trabajo o por una puerta de salida. Repudio
un mundo en el que no ser “tan” joven sea una mancha, un estorbo un defecto de
fabricación, defecto por el que todos vamos a pasar… si tenemos suerte.
Quiero
retirarme a un lugar en el que no tenga que vestir de manera políticamente
correcta para exhibir mi dinero o mi posición social, sino tan simplemente vestir
respetuosamente para los demás. Quiero vivir en una sociedad ajena a la mía
donde nadie me pida cuentas de aquello que sólo me corresponde a mí, donde
nadie me mire ni me señale, donde a nadie le importe qué hago o digo… si a
nadie afecto con ello.
Y
es que tanta humanidad me resulta salvaje; tanta urbanidad, selvática; tanta
regla social, anárquica. Quiero vivir donde a nadie importe, donde nadie me
mire, donde nadie me tenga en cuenta, donde a nadie preocupe, donde nadie se
interese. Quiero aislarme donde la podredumbre general, la miseria moral, la
indiscreción popular, la ruindad habitual, el orgullo general, la vaciedad
mental, la vanidad individual, la irracionalidad humana, la superioridad del más
bruto, la exageración incongruente, la inmundicia inadmisible o la incoherencia
cerebral no lleguen.
O
no. O lo que quiero es encerrarme en mi casa, olvidarme de que existen los
demás y vivir de espaldas a lo que piense el gobierno, lo que diga Telecinco y
lo que opinen las vecinas del tercero derecha sobre la última gala de Gran
Hermano.
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