Ahora a nadie le cabe duda de que
España está al borde del coma etílico. Borrachos de poder y dinero, embriagados
de corrupción desde las más altas instancias hasta casi cualquier alcalde, estamos
siendo sometidos a un doloroso proceso de desintoxicación que pasa por
privarnos de derechos profundamente arraigados. Cuando se tiene mono… abstinencia
es la solución.
Toda España está borracha, hemos
hecho del alcohol nuestro compañero perfecto, desde la primera juventud hasta
el fin de los días. Hemos convertido nuestra existencia en un botellón perpetuo
del que no sabemos bajarnos. Es cuestión de educación. No hablo de instrucción,
de cultura básica, de dos más dos multiplicado por la raíz cúbica del teorema
de Pitágoras elevado al Monte Everest dividido entre Rusia y Estados Unidos,
no. Hablo de esos valores que antes la sociedad tenía por casi perpetuos,
valores definitivos, firmes, inamovibles, arraigados en todas las capas
sociales y que sólo incumplía la oveja negra que hay en cada familia.
El delegado del Gobierno para el
Plan Nacional sobre Drogas (PND), Francisco Babín, propuso ayer que los padres
puedan ser multados en caso de que sus hijos menores acudan reiteradamente a urgencias
con un coma etílico. El objetivo no es penalizar la conducta de los niños o
adolescentes, sino la falta de diligencia en el cuidado o la tutela que los
padres demuestran al permitir que se repitan esos abusos. Tengo yo para mí que
es una medida que llega tarde y que ataca los síntomas pero no las causas. Esas
causas están muy hondas y será trabajo de generaciones acabar con ellas.
Tiempo atrás las borracheras eran
la excepción, no digamos ya entre jóvenes y menores, y en mi pueblo los tres o
cuatro borrachos que había eran generalmente conocidos y a sus espaldas
señalados con el dedo. Hoy las borracheras se han popularizado y extendido, las
llamamos botellón para enmascarar su cruel significado y encuentran especial y
barata excusa en cualquier fiesta universitaria. No se bebe para acompañar la
diversión, para compartir un rato con los amigos, sino que se bebe como fin en
sí mismo, para alardear ante los camaradas o para conseguir ser aceptados en un
primitivo ritual de iniciación que deberá ser repetido cada fin de semana para
que los “coleguillas” no se olviden de con quién están tratando.
Algunas familias han desistido de
combatir inútilmente en una batalla en las que las fuerzas de la futilidad social
están defendidas por numerosos programas de televisión, por el ambiente social
y por el progresivo deterioro de los valores tradicionales. Los hijos
encuentran suficiente apoyo en desvergonzados líderes musicales, artísticos o
presuntos triunfadores, generalmente ayunos de valores morales, y en la
pandilla que siempre refuerza los valores de confrontación con el mundo ajeno.
Esta futilidad social, esta
inanidad generalizada, este torpe dejar hacer, este absurdo encogerse de hombros
nos ha llevado a una sociedad en la que es frecuente que los líderes políticos
sean acusados públicamente de embolsarse decenas de millones, de defraudarlos,
de desviarlos o de usurparlos. En sí mismo todo ello sería síntoma de dolorosa
enfermedad etílica que convendría combatir cuanto antes, pero hay que reconocer
que cuando esos síntomas de trastorno moral, tras pasar por el juzgado, no
terminan entre las rejas de una cárcel de máxima seguridad es que la enfermedad
está muy extendida, muy en las entrañas de un sistema que convendría resetear
furiosamente antes de que se colapse arrastrándonos a todos.
Cuando eso suceda… ¿Quién va a
multar a nuestros padres?
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