Prohibir los teléfonos en los centros educativos es tan penoso como significativo e inevitable. Se prohíbe cuando todas las demás medidas se han demostrado inservibles. Uno, que lleva ya demasiados años dedicado a la educación, ha visto la evolución de la sociedad pasando por las aulas. De las aulas, o sea.
Que la sociedad está medio derrotada por sí misma es una evidencia cuando se contempla cómo mientras ha subido la preparación técnica y cultural de los profesores su calidad humana, llamémosla también “social”, no ha seguido la misma senda, se ha dejado alcanzar por una sociedad que ha confundido democracia y tolerancia con el “todo vale” y el “nunca pasa nada”. Del “todos tenemos los mismos derechos” hemos pasado vertiginosamente, pero no sé cómo ni cuándo, al “todos somos iguales”. De la franquista sociedad estricta y autoritaria hemos pasado a un mundo en el que con frecuencia se carece de grandes valores o ideales, sustituidos por la rapidez e inmediatez en alcanzar determinados fines, a veces poco éticos o sociales. Los profesores, como colectivo, hemos dejado de ser una referencia para las familias, ese faro social (que ilumina y dirige) que deberíamos estar obligados a ser.
La pérdida del valor elevado que tiene toda autoridad es algo que nunca lamentaremos bastante. Hemos sido tan poco hábiles intelectual y socialmente que hemos confundido autoritarismo con autoridad, respeto con subordinación y libertad con ciertas dosis de libertinaje. ¿Quién y con qué derecho me va a impedir a mí, ¡A MÍ!, hacer lo que me apetece en cada momento? Cualquier valor espurio, si es personalmente satisfactorio y gratificante, parece preferible al esfuerzo, al sacrifico y a la entrega a los demás.
En ese contexto entra tener que prohibir los teléfonos móviles en las escuelas e institutos de Enseñanza (Soy de esos antiguos personajes que creen que Enseñanza se debe escribir todavía con mayúscula; ya de paso aprovecho para decir que Enseñanza nunca podrá sustituir a Educación, concepto más amplio, valioso y elevado. Educar no es sólo “instruir”.) Cuando el sentido común de los padres, no ya de los jóvenes, no les permite darse cuenta de que esos teléfonos son elementos superfluos y molestos en un aula es cuando desde quien tiene autoridad (la palabra maldita) para ello debe imponer su criterio.
Pero, ya digo: “¿Quién y con qué derecho me va a impedir a mí, ¡A MÍ!, hacer lo que me apetece en cada momento?”
Delenda est autoritas!
Que la sociedad está medio derrotada por sí misma es una evidencia cuando se contempla cómo mientras ha subido la preparación técnica y cultural de los profesores su calidad humana, llamémosla también “social”, no ha seguido la misma senda, se ha dejado alcanzar por una sociedad que ha confundido democracia y tolerancia con el “todo vale” y el “nunca pasa nada”. Del “todos tenemos los mismos derechos” hemos pasado vertiginosamente, pero no sé cómo ni cuándo, al “todos somos iguales”. De la franquista sociedad estricta y autoritaria hemos pasado a un mundo en el que con frecuencia se carece de grandes valores o ideales, sustituidos por la rapidez e inmediatez en alcanzar determinados fines, a veces poco éticos o sociales. Los profesores, como colectivo, hemos dejado de ser una referencia para las familias, ese faro social (que ilumina y dirige) que deberíamos estar obligados a ser.
La pérdida del valor elevado que tiene toda autoridad es algo que nunca lamentaremos bastante. Hemos sido tan poco hábiles intelectual y socialmente que hemos confundido autoritarismo con autoridad, respeto con subordinación y libertad con ciertas dosis de libertinaje. ¿Quién y con qué derecho me va a impedir a mí, ¡A MÍ!, hacer lo que me apetece en cada momento? Cualquier valor espurio, si es personalmente satisfactorio y gratificante, parece preferible al esfuerzo, al sacrifico y a la entrega a los demás.
En ese contexto entra tener que prohibir los teléfonos móviles en las escuelas e institutos de Enseñanza (Soy de esos antiguos personajes que creen que Enseñanza se debe escribir todavía con mayúscula; ya de paso aprovecho para decir que Enseñanza nunca podrá sustituir a Educación, concepto más amplio, valioso y elevado. Educar no es sólo “instruir”.) Cuando el sentido común de los padres, no ya de los jóvenes, no les permite darse cuenta de que esos teléfonos son elementos superfluos y molestos en un aula es cuando desde quien tiene autoridad (la palabra maldita) para ello debe imponer su criterio.
Pero, ya digo: “¿Quién y con qué derecho me va a impedir a mí, ¡A MÍ!, hacer lo que me apetece en cada momento?”
Delenda est autoritas!
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