Palencia es una emoción:

25 julio 2010

Maldita sea, otra vez la carretera



O el aeropuerto, qué más da. El problema de las vacaciones es que siempre quedan muy lejos. Toma una porrada de horas de coche, otra de aeropuerto y otra de avión. Para ir. Y otra para volver.

A mí lo que siempre me ha gustado es pasar las vacaciones en casa, ya lo he explicado antes. O en el pueblo en su defecto. Claro que lo del pueblo también tiene lo suyo si hay mala suerte, porque por muy bucólico que suene, jode un montón que el puñetero gallo no deje de cantar desde las cuatro de la mañana. Les juro que me ha pasado. O que coincidas, torpe de ti, con las fiestas del pueblo, y la verbena, los cohetes y el follón del mercado medieval que, novedosa costumbre en su momento, repiten en todos los pueblos de España, tengan lugar debajo de tu ventana. O que al hijo pródigo del pueblo, ese pobre infeliz perdido en la diáspora de la emigración de los sesenta, se le ocurra volver al pueblo al mismo tiempo que tú y pretenda que todo el mundo se entere, le conozca y le esté agradecido. Es un estúpido personaje que cada vez con más frecuencia arruina a fuerza de voces, de egolatría y de afán de protagonismo los planes de descanso de más españoles.

Pero lo del pueblo es un juego de azar, una mala suerte que en cualquier momento te puede acompañar cual rayo justiciero. En lo que no hay azar es en lo del coche o lo del aeropuerto. Eso simplemente es un castigo divino a la memez humana que cree que la capacidad de los maleteros es infinita o que las terminales de los aeropuertos se han hecho pensando en el ser humano.

El coche deja de ser un instrumento de relajo, de diversión o de compañía familiar a partir de los tres cuartos de hora. O menos, dependiendo del número de viajeros. No digamos nada si te llevas a la suegra o a las cuñadas. En ese caso, apenas pones el motor en marcha y ya te dan ganas de aparcar y bajarte a asesinar a alguien. “¿Estás seguro de que has metido todo? ¿No te habrás dejao el bolso amarillo?” Y tú te pones a temblar por la que te puede caer encima como te hayas dejado en casa el bolso amarillo, no digamos nada si te lo has dejado sobre la acera. Con lo fácil que habría sido dejar a la cuñada. Pero ¿y a quién narices se le puede ocurrir llevar un bolso amarillo?

Sales tempranito de tu casa, con la fresca, dispuesto a llegar cuanto antes y te las prometes muy felices porque ves la calle desierta. No hay nadie -te dices- están todos en la cama todavía, pandilla de vagos. Y en cuanto doblas la segunda esquina y sales a la avenida te encuentras con que toda la ciudad no sólo ha tenido la misma idea que tú, sino que además se te ha adelantado y ya está formando el atasco que te acompañará durante horas hasta el final del mágico viaje. Uno, que ya está acostumbrado, todo lo soporta con dignidad, incluidos los “Oye, tú, conductor de primera, ¿cuánto falta todavía?” que de vez en cuando te suelta la cuñada. Además, los atascos, por duraderos que sean, no me preocupan lo más mínimo desde que inventamos un sencillo juego: Apostar cada cien kilómetros si será par o impar el número de conductores que se meterán el dedo en la nariz aprovechando los sucesivos parones.

Otra cosa es el aeropuerto. El aeropuerto es un adelanto del Purgatorio elevado a la enésima. Si existe Purgatorio tiene que ser así: Grande, inhumano, desangelado, confuso y caótico, un lugar donde no seas ni siquiera un número más, un lugar donde no le importas a nadie y donde impera la ley de la selva para poder facturar.
Pero antes has de poder sobrevivir a las trampas que el destino encierra en las terminales. Primero tienes que llegar en el coche, acertar con la salida adecuada en las dieciocho rotondas que te deberían encaminar sin posibilidad de error al aparcamiento adecuado. ¿Por qué hay siempre tantas rotondas, por qué son siempre tan confusas? Esa es la primera trampa, de la que tarde o temprano sales, muchos litros de gasolina después, quizá después de cinco vueltas, quizá después de pasar tres veces por el mismo punto, pero sales y llegas al edificio principal.

Es entonces cuando te vuelves loco buscando la manera de facturar y de librarte de las maletas cuanto antes.  Vas y te pones en una cola. Si tienes suerte y no te has confundido al cabo de una hora de haber estado de pie y cuidando de que ningún descuidero habitual se lleve lo que es tuyo te deshaces del equipaje y te dispones a resistir la hora y pico que todavía queda hasta el embarque (¿Por qué los llaman “fingers” (dedos) con lo castizo que quedaría llamarlo embarcadero?). Entonces vas a dar una vuelta, a entretenerte y descubres el bar. A pesar de que eres persona experimentada, bajas la guardia y pides una caña y unas aceitunas, te cobran diez euros (por cada aceituna, quizá) y ya te han arreglado el inicio de tu descanso. Cierras los ojos, te acuerdas de la madre del camarero y de lo bien que estarías en tu cuartito de estar, con las persianas bien bajadas, con un sanfrancisco en las manos elaborado por ti y como a ti te gusta.

Cuando más estabas disfrutando de tu ensoñación, la megafonía pronuncia tu nombre, la azafata dice delante de todo el mundo que a qué narices esperas para embarcar y te sientes ridículo a más no poder. Echas a correr, pasas por encima de quienes te reclaman el billete y abordas en marcha tu avión. Es entonces cuando te das cuenta de que a pesar de medir uno sesenta no cabes en el asiento, pero te sientes aliviado porque por lo menos has montado y con el sofocón no te das cuenta de las miradas de conmiseración de tus compañeros de vuelo. De la familia no has vuelto a saber desde la facturación, ha habido suerte.

1 comentario:

David Gerbolés Pérez dijo...

El viaje de ida es mucho más llevadero que el de vuelta.

Enhorabuena por tu blog.

Saludos.

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