Supongo que es inevitable que la edad lleve a la nostalgia. Un par de casualidades me han traído, otra vez más, San Juan de Baños a la memoria. La iglesia más antigua de España es un compendio de buena parte de mis recuerdos de niñez. Alejado de las obligaciones escolares y de la rigurosidad familiar me resultaba un lugar próximo a la fantasía que me acercaba a la libertad.
Siendo yo infantilmente ignorante de la importancia histórica y artística allí resumida, la basílica era para mí una referencia habitual en el paisaje próximo; merendar con mi familia y sus amigos bajo la sombra de su ábside y después corretear por la misma fuente que siglos antes había sanado a Recesvinto fue durante años costumbre repetida en el buen tiempo, costumbre que yo invariablemente finalizaba con ingenuos juegos de aventuras, escondiéndome de supuestos enemigos a los que siempre vencía.
La ermita, alejada del casco urbano, conserva el valor mágico y misterioso que sin duda poseyó para sus constructores. Mientras la luz y el silencio rural envuelven en paz el paseo a su alrededor, en la penumbra interior el tiempo viaja más lento para el visitante, enredado en capiteles, frisos y sillares, mientras las columnas de mármol, indiferentes a los testigos, mantienen orgullosas el secreto de su procedencia.
Me entretengo en el pequeño parque modernamente construido tras el triple ábside. Árboles, jardines y bancos mantienen el aire romántico del monumento, aunque tal vez distraen e intentan disimular mis debilitados recuerdos de aquella época en blanco y negro. Envuelto en mí mismo dejo pasar los minutos a la espera de nada, sólo el loco ruido de alguna lejana motosierra a todo trapo disturba la apacibilidad de las horas. La placa que allí honra la memoria de Don Martín, el párroco de Baños en aquel momento y en cuya casa pasábamos tardes enteras, me hace sentir que a veces los hombres buenos sí son reconocidos por los suyos. Merecidamente.
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