Palencia es una emoción:

26 marzo 2011

Contra el cambio de hora


Conste que cuado escribo es todavía viernes, falta un día entero para que adelantemos la hora en todos los relojes del mundo. Bueno, en todos los relojes de nuestro mundo. Ya, tan anticipadamente, me empieza a subir la mala leche.

A mí me sienta mal, y eso que tengo la precaución de no viajar en esa fecha, aún suena en mis oídos la larga milonga de las televisiones, o de la única que había, anunciando el berenjenal que se iba a preparar en estaciones y aeropuertos, Señor, qué cruz.

Sólo en mi cocina hay tres relojes; no se asuste, en la suya también, lector. El del horno eléctrico, el del microondas y el de pared. A mí que no me vengan diciendo que se ahorra energía con este cambio. ¿Saben lo que me supone tener que cambiar uno tras otro los relojes de la casa? Y gracias a que video y teléfonos móviles (¿también los teléfonos móviles?) cambian solos, ¿no podían meterle marcha atrás al sol y dejarnos a los humanos tener el día en paz? Aún quedan los despertadores, en esta casa como en tantas otras cada uno tenemos horarios laborales diferentes. Y el de la estantería del salón. Y los del cuadro de mandos de los coches. ¿Cuántos van ya? ¿Ahorro de energía? Sólo de pensarlo me da risa.

Y luego está el trastorno horario. Ni se imaginan ustedes las discusiones bizantinas que se organizan en mi casa con el universal tema “¿Y mañana a esta hora qué hora es?”. Como hable mi cuñado la liamos. Es como Gijón contra Oviedo, Murcia contra Cartagena, Palencia contra Valladolid, Guipúzcoa contra Vizcaya, nunca hay paz, sólo enfrentamiento verbal porque sí. Cuando llega ese momento Misanta, sobrepasada por los acontecimientos, se levanta con resignación a preparar unas tapas de chorizo y de queso. Y vino con mucha gaseosa para que no se caldee demasiado el ambiente. Al final acabamos alegres y hartos y sin acuerdo. Hasta los vecinos pasan a picar algo, es ya una tradición en el bloque. Conste que les tengo prohibido intervenir en la discusión porque si meten baza no acabamos ni en el siguiente cambio de hora. Además de volverme loco y no saber qué hora es al sonar la puñetera chicharra (“Maldita sea, ¿pero ya? Si acabo de acostarme, coño!”), nadie me asegura que dentro de seis meses me vayan a devolver esta hora que me quitan. Yo me levanto siempre muy temprano, findes incluidos, pero a ciertas alturas de la vida uno espera vivir establemente y lo último que quiere es preguntarse si es la hora del desayuno o la del aperitivo. Es una hora menos de sueño o de bata y pijama. Lo jodío es que no puedo echar la culpa a Zapatero.

Con lo que me gusta a mí perder la mañana de los domingos en bata y pijama, jarra de colacao en una mano, un periódico en la otra y otro más bajo el brazo. Con lo que yo disfruto esa hora que me van a quitar paseando por el pasillo de mi casa, sorbiendo de la jarra y sorteando a Fermín, que el puñetero parece buscar los rincones más traicioneros para tumbarse y lamerse, el muy guarro, con la emoción que me proporciona no saber en qué lugar me voy a tropezar con él o si se va a levantar justo a mi paso.

Y se me habían olvidado los relojes de pulsera. Todavía me quedan los relojes de pulsera de toda la familia que poner en hora. Menos Fermín. Con lo pequeña que tienen la rudecita esa de las manillas y lo gordos que tengo yo los dedos. Joé con el ahorro de energía. ¿Saben ustedes la que estoy despilfarrando yo para pergeñar estos cuantos renglones de inútil protesta? ¿Saben la energía que en estos momentos están derrochando mis neuronas en ebullición?

Y eso que en este momento todavía es viernes

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