No voy a negar de entrada los méritos que desde el fin de la dictadura ha acumulado Don Juan Carlos de Borbón, méritos políticos tanto en el exterior como en el interior, entre los que destaca con fulgor propio el manejo del 23-F. Pero con el paso del tiempo la monarquía, no sé si puede achacársele personalmente al Rey, ha acumulado una serie de errores que hacen plantearse su futuro entre los españoles, incluso a aquellos que no creemos que sea económicamente onerosa ni que por principio sea una carencia democrática que lastre nuestro futuro, ni siquiera sea algo que preocupe al pueblo. De momento el pueblo, nosotros, tiene bastante preocupación con guarecerse de la manta económica que nos está cayendo. Y la que nos va a caer para poder cumplir imprescindiblemente con las exigencias monetarias y presupuestarias de Europa.
La esencia de la monarquía estribaba en su clasismo, en ser por nacimiento clase dirigente, selecto club de inmortales, distinguido círculo consanguíneo, sociedad elevada que no se mezclaba con el pueblo y cuya autoridad descendía directamente de Dios. Al Rey y a la Reina no se les toca, literalmente no se les toca. Pertenecer a ese grupo selecto aseguraba también una preparación superior, adecuada a las responsabilidades que la Historia iba a atribuirles por razones de linaje y una distancia con los gobernados. Siglos de matrimonios consanguíneos y sobre todo la sociedad de final del siglo XX trajeron la exigencia de la oxigenación de la sangre azul con savia nueva para evitar su extinción.
Plebeyos jugadores de balonmano y banales periodistas divorciadas entraron por mérito de matrimonio a democratizar, “modernizar” dijeron algunos, instituciones que no se sostendrían mucho más si seguían ancladas en sus costumbres ancestrales. A tan privado círculo habían entrado gentes extrañas con actitudes ajenas, con experiencias y comportamientos poco “ejemplares” que no casaban con el esotérico halo de lejanía, distinción y majestuosidad que caracterizaba a la monarquía. Mezclarse con el pueblo, con la cotidianidad y casi con la ordinariez rebajaba la distancia entre la nobleza de la institución y sus súbditos. Contradicción. Empezaba a vislumbrarse que alguna vez alguien se atrevería a decir que el rey estaba desnudo sin que nadie se le echara encima.
Introducir en la familia real a miembros que no lo eran por nacimiento ha llevado a que el heredero de la católica corona se haya casado con una periodista divorciada. Contradicción. O que el honor impoluto de la familia real se haya visto mancillado por uno de esos miembros sobrevenidos a la familia, caído en ella mediante el paracaídas del amor, tradicionalmente ajeno a las realezas, dejando en muy mala situación a una monarquía cuyas desnudeces todavía el pueblo se cuidaba de comentar abiertamente. Contradicción.
Pasa malas horas el rey de España, si bien al pueblo ni le interesa ni le preocupa la alternativa republicana, se mantiene ajeno a la disputa, preocupado como está, como estamos, por la actualidad lacerante del paro, de la crisis y de los sacrificios económicos que hemos de afrontar. Pero aquella minoría que sí hace cuestión del asunto empieza a buscar la manera de llevar el agua a su molino, sin dejar pasar ni la presente ni posibles posteriores oportunidades para presentar sus reclamaciones.
Cuando llegue el momento a Felipe de Borbón se lo pondrán difícil, no le va a ser fácil remontar el caído prestigio de la institución... si llega a hacerse cargo de ella. La República, los republicanos, acechan. No nos trae buena memoria la República porque la única experiencia que tenemos en la cabeza es la de 1931, nadie menciona la anterior, y acabó como acabó, siendo uno de los más tristes episodios de nuestra existencia como nación, antes bien parece una deprimente experiencia que nadie parece querer revivir. ¿Nadie? Cuando uno lee a los que defienden con más ímpetu la idea republicana o los oye expresarse no siempre parece que hablen de proclamar una tercera república, sino con frecuencia sus palabras parecen ardorosos deseos de refundar la anterior, de volver a levantar una funesta página de la Historia que ya hemos dejado atrás, cuyas consecuencias hemos tardado cuarenta años en olvidar.
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