Anochece el invierno en Palencia,
roncos coches esquivan la rotonda y buscan el descanso nocturno con el ritmo
intermitente de los semáforos. La circulación hiende el corazón de Palencia
dejando el Salón a un lado y la Huerta Guadián al otro. Dos parques. Dos
Palencias. Dos maneras de ser y de sentir.
Cada noche, justo antes de
dormir, la Huerta Guadián se mofa de su vecino con espíritu de adolescente
pandillera y le llama desharrapado y desarraigado. El Salón llora lágrimas de
neón y metal mientras los casi mil años de San Juan Bautista, aparcados en
medio del romanticismo, dicen que siempre ha habido clases incluso entre los
parques. Ríen árboles y fuentes, corean pavos reales y la enhiesta columna
quebrada que marca las horas se hincha de satisfacción y se hace reloj de luna.
Las luces que protegen las
grandes avenidas se agotan al llegar a la espesura de la Huerta Guadián y dejan
que las sombras amparen a los robles, abetos y castaños que vigilan satisfechos
el sencillo silencio del jardín, sosteniendo en secreto la ternura que le
ennoblece. Sólo suena el leve aleteo de las hojas que enero empuja, alguien
entra en el parque para amarse en secreto y las ramas murmuran con disimulo que
dónde vamos a parar. Esmeralda en medio del asfalto, la Huerta se sabe un
piropo gentil en el corazón de Palencia de ladrillo y cemento, se sabe galanura
pausada y sabrosa que antaño se hermanaba en fantasía y sutileza con el parque
vecino hasta que la política los diferenció.
Los sillares románicos traídos de
Villanueva del Río conectan el presente etéreo y difuso con nuestros
antepasados de piedra, de cuyo arte somos deudores, el ábside es gallarda
ligazón con tiempos pretéritos y nos recuerda que somos continuación de los
castellanos que bajaron a repoblar esta tierra, las seis arquivoltas de su
portada ofrecen al paso de los novios una enramada de fe y orgullo centenario
con apariencia de piedra.
La ciudad sigue indiferente su
declinar nocturno mientras la huerta Guadián se acicala para afrontar el nuevo
día. Al despertar, el césped despide fragancias campesinas mientras tórtolas y
petirrojos se desperezan y se lanzan a buscar el desayuno. Comienza un nuevo
día cuyo hastío es ajeno al más romántico jardín de Palencia, penas y fatigas
se detienen al llegar a la barrera de metal que le abraza. Quede fuera la
actividad mundana, que la Huerta Guadián quiere retener el tiempo y se consagra
a la quietud y la serenidad.
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La foto la he encontrado en flikr y está firmada por Rabiespierre
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