Palencia es una emoción:

08 julio 2008

Imágenes de un verano degradante


Hace tiempo que tengo asumido que soy un bicho raro: No me gusta ir a las playas del sur y del Levante, donde va toda España. En realidad no me gusta ir a ninguna playa, pero menos a ésas achicharrantes, llenas de gente peleando por un metro cuadrao donde poner la toalla, con chiringuitos repletos de camareros maleducados, de clientes sucios y chillones y a tres euros el vaso de vino. Mea culpa, soy raro: ¿O sólo original?

Somos legión los que desde hace tiempo hemos decidido huir de los calores, de las gentes vocingleras y de las multitudes. No hay nada como el Cantábrico, un pueblo perdido a medio camino entre la montaña y el mar, suficientemente cerca de todo, suficientemente lejos de todo. Este año estamos pasando más fresco de lo habitual, las brumas no se deciden a dejar que asome el sol, y paseamos entre la naturaleza fresca y verde bajo el soplo del nordeste, deseando algo de calor que no acaba de llegar y escuchando en la proximidad los cencerros de las vacas. Eso sí, éstas son las noches que mejor he dormido en mi vida: Con manta, alegrándome de estar lejos de la meseta.

El paisaje no sólo lo componen nubes, montañas y vacas. Estoy convencido de que España es un país sumamente hortera, preocupado de mantener la apariencia, la peor apariencia posible; a marranos, maleducados y macarras no hay quien nos gane. Hoy he comido al lado de una personaja de ésas que van enseñando las bragas, Iba delicadamente maquillada, el pelo perfectamente ordenado, limpio y bien cubierto de laca; su ropa exquisitamente planchada y limpia, sus gafas de una conocida y carísima marca. La personaja hablaba y reía, gesticulaba y se inclinaba hacia delante para comer una paella de ésas prefabricadas para decenas de clientes antes de que lleguen, y cada vez que se inclinaba mostraba a todo el que estuviese allí el color verde botella de las bragas que asomaban impúdicas por encima de la cinturilla trasera de su pantalón. En este país nuestro de macarras y gentes ordinarias lo que acabo de describir ya no llama la atención, es normal. Perdón, que normal viene de norma, quiero decir que es habitual. Que viene de hábito, por eso muchos lectores me criticarán a mí en vez de a la personaja.

Yo visto de cualquier modo, pantalones informales con miles de bolsillos para guardar todo lo que llevo encima (llaves del coche, del hotel, teléfono, periódico, tabaco, la pipa, etc.) camisetas monocromas de manga corta, sudadera gruesa y una especie de chamarra desmontable que bien hubiera podido llevar Félix Rodríguez de la Fuente en sus múltiples y antiquísimas expediciones. Y un ridículo gorrillo para cuando asoma el sol entre tanta nube.

Lo cuento porque me encuentro con esa España hortera que están espabilando entre ZP y sus votantes. Pocas cosas más penosas hay en este verano que un anciano con pantalón corto. Todo mi respeto personal para él, cómo no, pero quien viste sus trémulas y blancas piernas con pantalón de explorador y lo deja salir así a la calle merece diez o doce azotes de los que dan en Arabia Saudita a los delincuentes. No hay dignidad más ofendida que la de ese pobre hombre, vestido por sus herederos, cuando se apoya en su bastón para cruzar al chiringuito de enfrente a tomar el aperitivo con que su hijo le envenena cada mediodía.

Sí, sí que hay ofensa mayor a la dignidad de los ancianos: cuando por la tarde sus familiares le ponen un jersecito marinero azul y blanco, bien ajustado al pecho, y le colocan en una terraza, soleada si es posible, para reírle las gracias y esperar a la herencia. El hombrico, satisfecho con la atención que le prestan, sonríe agradecido y de vez en cuando cuenta un chiste muy antiguo que provoca miradas de “la culpa la tienes tú” entre la prole.

La contraposición viene con Arturo. Arturo tiene 83 años, hace 35 que se quedó viudo y sacó a delante a tres hijos y una hija. Se ha pasado toda la vida segando con guadaña y maldice a quienes ahora siegan con tractor. Sin embargo su mirada triste trasluce una gran dignidad y una altura de miras increíble, todo la daría por sus nietos ahora que ya lo ha dado todo por sus hijos. Tiene una humilde casa en este pueblo de cuyo alambicado nombre no puedo acordarme y sale cuatro veces al día a tomar un vino al bar de enfrente, al único bar de los alrededores. Saluda muy amablemente a todos y entabla conversación, amigable, sencilla y entretenida, con cualquiera. Escucha y sabe contar de forma discreta su larga y complicada vida. Y la de los suyos.

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