El viento que sortea piedras en
su carrera por el páramo vacío todavía recuerda que desde aquel punto los
vacceos controlaban el valle y la ruta comercial que trascurría por él. Un poco
más abajo una ermita, mitad románica, mitad gótica, es discreto testigo del
empeño de los siglos en pasar sin huella, manteniendo a los cuatro vientos
impertérritos sillares marcados de constancia y fervor.
A primeros de marzo la primavera
asoma prematura y hace un guiño de sol y calor. El atrabiliario invierno cede
el paso antes de tiempo y pájaros e insectos, desconcertados, inician un
chirriante ir y venir majaderamente ajeno al calendario. En la chopera todavía
no ha habido tiempo para hojas nuevas y el sol se cuela inflexible hasta el
último rincón. Corre el viento y se agitan ramas grotescas, como en una
algarada callejera mal organizada.
La pista negra, ribeteada de
blanco apagado, a veces descarnada por la inclemencia de los años, se arroja
insensata sobre el pueblo que languidece, acobardado, apocado, pueril, varios kilómetros
más allá. Hay momentos en que el monte amenaza con devorar el asfalto y algunos
pinos jóvenes asoman curiosos y tímidos sobre la carretera, tal vez queriendo
cruzarla para saber de riesgos y emociones.
Abajo ha caído ya la tarde y
algunas chimeneas llevan rato dedicadas a su labor. Pasa el tiempo pero los
días son siempre el mismo. En la calle principal se apiñan corriendo paralelas
a la carretera viejas casas de adobe que cobijan la esencia rural de estas
tierras. Dos esquinas a la izquierda modernos
reflectores señalan con su dedo endiosado tres arcaicas arquivoltas y una torre
cuadrada que anuncian la casa del Señor.
Se cierran las puertas, suenan
las fallebas y las calles se vacían. Tan pronto. Un perro perdido llama
angustiado a su amo mientras a lo lejos se oye el sordo renquear de un moderno
tractor. Al bajar el sol se levanta algo de viento y se arremolinan papeles
viejos y envoltorios sucios junto al bar. Dos hombres mansamente acodados en la
barra se preguntan cuánto pueden aguantar sin que llueva.
La noche es diáfana vaciedad y
aprovecha que las calles más nuevas le prestan fácil vía de escape para dejar
abandonado el lugar. En las calles viejas que son un oclusivo laberinto centenario
la luna no entra para no enamorarse del pasado del pueblo. Pasa el tiempo pero
los días son siempre el mismo.
-------------------------------------------------------
No hay comentarios:
Publicar un comentario