Les confieso que no he visto
ningún partido del pasado campeonato europeo que ahora hemos dado en llamar
Eurocopa. Ni siquiera la final, a la que simplemente echaba un vistazo a ratos
perdidos. Sin embargo me alegra hasta el infinito la victoria de España.
En plena crisis económica,
rodeados de despidos, de rebajas sociales y otras dificultades que el
presidente anterior no supo prever ni el actual sabe combatir, una alegría
popular de este calibre es de agradecer. Ver esa profusión de banderas
españolas en un país absurdamente acomplejado en ese terreno es vigorizante
anímicamente. De ahí a utilizarla como símbolo político nacional, de unidad
frente a la adversidad, en vez de símbolo exclusivamente deportivo hay un
complicadísimo paso que tal vez alguna generación se atreva a dar. Conste que
yo no he puesto en mi balcón la bandera de España, sino la de su madre:
Castilla.
Me alegra también por tocar los
tegumentos procreativos a los nacionalistas periféricos, que se han tragado con
patatas esa victoria y la colaboración de jugadores procedentes de todas las
regiones de España (¿por qué cuesta hablar de “regiones”?) en ese contundente
resultado final. Ver cómo sus televisiones ocultaban las banderas españolas o
sus periódicos realizaban malabarismos para evitar la palabra “España” me
reconfortaba placenteramente más que una sueca en una playa del Caribe.
Escuchar a algunos comentaristas
enfermizos mil razones para denigrar a España, argumentando peregrinas
afirmaciones -qué pesaos con eso de “Espanya ens roba”- para contrarrestar la
euforia popular ha sido más bonito que obtener una tarjeta para aparcar gratis
en la zona azul de Palencia toda la vida.
Tampoco, lamento ser tan
desinteresado, he visto el multitudinario desfile por las calles de Madrid y el
recibimiento que millones de ciudadanos les han proporcionado. Que disfruten
hasta hartarse, caramba. Me dicen lenguas viperinas de la prensa que algunos
jugadores iban con sus facultades ligeramente mermadas al encontrarse en brazos
de Baco. Que para celebrar algunas personas necesiten emborracharse es tan
penoso como frecuente y si han dado el pésimo ejemplo delante de millones de
espectadores es para darle dos collejas al responsable, al irresponsable quiero
decir. Sin embargo es un detalle insignificante en una España que admite
cualquier moral como buena, que ha perdido el norte ético y que sólo piensa en
sexo y alcohol. Rápido y barato, respectivamente.
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