El sol acaba de salir; al parque, inundado por un silencio
que merecería ser patrimonio de la humanidad, los rayos llegan casi
horizontales. Si se pone cuidado se les oye rasgar delicadamente la atmósfera
antes de llegar al suelo o al riachuelo que cruza, si se contiene la
respiración se puede escuchar el saludo matutino entre viento y árboles.
La mente del paseante se detiene antes de salir del jardín, no sea que un
camión feroz o una rencorosa moto traicionen el ascético momento. Lejos, no
suficientemente lejos, una avenida se convertirá en pocas horas en un
aserradero que troceará la quietud actual, sacrificándola despectivamente a un
dios moderno y trivial, transformándola en una euforia irreverente de voces
altaneras, en un petardeo desvergonzado que sirve de medida a la falta de
educación social.
Pero ahora todavía el sol es objeto de deseo y palpa cariñosamente a
quienes tenemos la osadía de disfrutarlo tan temprano. Unos bancos se ofrecen
benéficos para que el visitante disfrute de uno de los mayores placeres, perder
despreocupadamente las horas gozando de estar vivo, dejar el tiempo pasar
mientras la naturaleza, aún esta naturaleza domesticada y artificial, va impregnando
la retina para pasar más tarde al recuerdo de momentos vívidos.
Cuando todavía sea temprano al parque llegarán niños que sabotearán la
mañana a golpe de irritantes teléfonos, ociosos ciudadanos que cruzarán
haciendo deporte, ancianos despreocupados que disfrutan a sorbitos breves de la
mansedumbre del lugar y alguna pareja de adolescentes que vive un desvergonzado
amorío lejos de la mirada asesina de sus padres.
Pasarán las horas y cuando la ciudad se haya incorporado al ritmo cotidiano
el calor se hará molesto y agresivo, será un pesado cachete para los paseantes,
que huirán con paso imperativo y grave. El parque se vaciará y los árboles
agacharán sus ramas abochornados por un sol que se ha vuelto altivo e
intolerante, que se enseñorea orgulloso, sabiéndose dueño del momento.
Cuando llegue el crepúsculo todo se relajará, llegarán paseantes a disfrutarlo
o jóvenes a intercambiar confidencias. El parque de la ribera sur aprovechará
la soledad para mirarse en el vecino Carrión y lamerse sus heridas. Por algún
motivo ¿interesado? nadie parece cuidarlo, la hierba se seca y la valla
está reiteradamente rota. Es como si hubiera interés en hacer de él un parque olvidado.
Pero el día que lo olvidemos ya no será un parque.
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