Señor, necesito saber dónde
tienes la oficina de reclamaciones. Durante muchos años me han vendido unas
navidades que no existen, se parecen a la realidad como mi vecina de arriba se
parece a las señoras buenorras de los anuncios de colonia.
Pues a la navidad le pasa lo
mismo. Qué quieres, Señor, que te diga, está muy lejos de ser ese sentimiento
de felicidad universal que supuestamente debe inundar calles y plazuelas. Sí,
soy consciente de que mi amor por mi familia es correspondido; sé que me
aprecian amigos a los que yo aprecio; sí, he comido excelentes manjares durante
estos días y he cantado villancicos junto al portal de Belén. ¿Pero es eso la
felicidad, es ésa la tierra prometida durante estos días? Me quejo y protesto.
¿La oficina municipal de atención al consumidor acogerá mi protesta?
No recuerdo haberme sentido
embargado de emoción, no recuerdo haberme sentido envuelto por el amor,
cristiano o zapateril, qué más da, de los demás. No he visto en nadie, ni
siquiera en mí mismo, lo reconozco, un deseo insuperable de amor al prójimo.
Cuando se acabó el lechazo, cuando terminé la sopa de pasta de almendra, no
había nada debajo. Al despellejar los langostinos (sí, ya sé que no uso la
palabra con corrección semántica pero sin embargo es perfectamente adecuada a
la sociedad) no encontré dentro sentimientos navideños, de hermandad, de
solidaridad o de comprensión mutua, por ninguna parte.
Antes al contrario, he visto en
mí, en mí vida y en alguna otra que me ha sido fácil observar, un progresivo
decaimiento moral, común, por lo que sé, a gran parte de la sociedad. Indiferencia,
aburrimiento. Perdóname, Señor, pero esta navidad se parece cada vez más a un
agujero rodeado de nada, es más falsa y postiza que los decorados de cartón
piedra de aquellas antiguas pelis de Hollywood.
Quisiera ya de paso que alguien
me indicara dónde tienes la oficina de objetos perdidos y buscar la proximidad
humana, el interés mutuo y el aprecio personal de unos por otros más allá de
unas fórmulas sociales ajadas, manidas y carentes de valor real. Aún recuerdo
aquellos años, todavía en mi juventud, que decidí aislarme y no participar,
creo que hice bien, lástima que ahora no pueda. Mira, Dios, la navidad me
parece una enorme tabarra, un fraude generalizado, un marear la perdiz mientras
te roban la cartera cada vez que entras en un comercio y decides comprar la
felicidad a cambio de un puñado de euros.
Perdón, perdón, Señor, ahora que
lo pienso, tal vez debería dirigir mis reclamaciones hacia otro lugar… ¿La
Humanidad? ¿Yo? ¡Lo que faltaba, que la culpa fuese de los hombres!
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