El otro día, una vez más, un
grupo de subsaharianos ha entrado en España a la fuerza. Con cuchillas, ácidos
y excrementos han asaltado la valla que nos separa de marruecos al medieval
modo. Unos ciento cincuenta han conseguido entrar dejando detrás de sí
destrucción y un grupo de guardias civiles heridos. ¿Si yo golpeo a un guardia
o destruyo su puesto de vigilancia tampoco me pasa nada?
Siempre me llama la atención que
después de cualquier alboroto ciudadano el número de heridos en las fuerzas del orden
es desproporcionadamente elevado. Protegidos por cascos, chalecos y escudos,
siendo siempre un número muy inferior al de los manifestantes o asaltantes, terminan
con más heridos y lesionados, bien en
números proporcionales o bien en números absolutos.
A los guardias civiles de nuestra
frontera sur no les dejan operar con todas las garantías para defendernos y
defenderse. Ni este gobierno actual ni los anteriores. ¿Para qué los ponen ahí
entonces? ¿A modo de diana para los asaltantes? ¿Pretenden que con su presencia
inmóvil asusten a sus potenciales contrarios? ¿Qué tipo de absurda
contradicción es esta?
Nos hemos acostumbrado a
desmerecer a aquellos que nos defienden. Esto no ocurre en ninguna parte que no
se llame España. En cualquier lugar del mundo estos servidores públicos tienen
un reconocimiento social generalizado. Aquí nos encogemos de hombros
cuando nos hablan de cuántos han resultado heridos por defendernos, por
defender las leyes hechas para defendernos. Será porque ser policía, en
cualquiera de sus modalidades, es ser facha, defender España es ser facha,
defender la ley es ser facha.
Pero que un político que aspira a
entrar en el gobierno se emocione cuando dan una patada a un policía es de
superhéroes al modo de una asfixiante película americana.
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