Ya sé que debo ser muy rarito, pero cada año, según la primavera va avanzando, empiezo a cuestionarme lo que llevo toda la vida pensando sobre el verano. Y generalmente cuando julio y agosto llegan se confirman mis temores. Tantos meses esperando las vacaciones, la holganza, la siesta, las noches fresquitas... y al cabo de los años empiezo a tener miedo de que llegue el verano, en fin...
Mi ilusión angelical por el verano me la empiezan a matar allá por junio, cuando alguien decide invitarme a la primera barbacoa, por mucho que uno avise de que las carga el diablo. Harto de buscar excusas inimaginables he de ceder, armarme de paciencia y acudir. No te preocupes, dice siempre el anfitrión, si no pasa na, si no hay peligros, si está to controlao, lo hacemos con butano y se acabó. Nada, nada, tú te vienes, que verás cómo saben las chuletillas y los chorizos, ni se nota el butano ni na.
Soy puntual, es una manía, qué le voy a hacer, y la feliz pareja de nuevos ricos, de pechos sobre la enorme barbacoa recién estrenada, me recibe con grandes alharacas, infantil algarabía y descuidado alboroto. Ella, con chándal y sandalias con tacón de esparto. Él, pantalón corto, camiseta de tirantes y zapatillas. Los nenes, con voces y lloros. ¿Por qué lloran tanto los niños ahora, por qué?
Cómo chorrea el sudor por la cara del cocinero, cómo le corre por el cuello y por los desnudos hombros y brazos, cómo resbala hasta las chuletillas. ¡Qué forma de arrastrar por los suelos el prestigio de la oveja churra! Cuando llega el momento definitivo suelo alegar algún vago problema estomacal y me busco un rincón tranquilo para pasar la tarde con un vasito de colacao bien frío. Y sin ningún disimulo aprovecho para cambiar los cuarenta subnormales por Onda Melodía. Buen gusto.
Pero el peligro del verano aumenta con el paso de las fechas y no cede hasta bien entrado el mes de octubre. Sí, octubre, porque una vez mediado el mes de julio los amigos y parientes empiezan a volver de sus vacaciones. Y tienen que contarlas, claro, que hay una especie de puja burgués-pijoteril por las vacaciones más exóticas. Lo que empezó cuando Fraga era ministro de Información y Turismo con un Pues he estao en Benidorm, oyes pasó en otro momento de pujanza económica por un Jo, tío, qué bien me lo he montao en Punta Cana, saes? y ahora nos llegamos en Quince días en Bali, qu’es que estaba mu estresao, tú. Y uno no se va quince días tan lejos, gastando una pasta gansa, pasándolo asín de mal en los aeropuertos si no lo puede contar. Estoy convencido de que se viaja para poder contarlo, porque contarlo no sólo es revivir los buenos momentos (lo de la pérdida de las maletas se omite), sino que supone sacarle mayor rendimiento al dinero empleado abochornando a las confiadas víctimas. Julio José, un amiguete bastante hortera que acaba de volver de Isla Mauricio, tiene todos los fines de semana hasta octubre completitos de visitas a las que contar el buen rollo que se montó en tan paradisíaco lugar.
Yo dividiría a los que lo cuentan en dos grupos: Los que te enseñan las fotos y los que te enseñan el vídeo. Personalmente prefiero a estos últimos. Los de las fotos son más pesaos, se tarda mucho más en ver una colección de fotos que una cinta de video. Porque no se trata sólo de las fotos, sino que además te lo cuentan todo, desde la hora a la que anochecía hasta el número de teléfono de la sueca que, este año también, casi se ligan. Y encima te hacen preguntas: Ésta es de cuando volvimos al acantilado de antes, ¿te acuerdas? Y como no te acuerdes te lo vuelven a explicar. Aaahg!
En cambio con el vídeo el tiempo está contao por la duración de la cinta, no hay más cera que la que arde y no se pasan todo el rato diciéndote que no pongas los dedos en las fotos, que se manchan. Además, como no tienes que usar las manos para pasar páginas, te suelen invitar a unas tapitas de chorizo con cerveza, algo es algo.
Para compensarte.
Mi ilusión angelical por el verano me la empiezan a matar allá por junio, cuando alguien decide invitarme a la primera barbacoa, por mucho que uno avise de que las carga el diablo. Harto de buscar excusas inimaginables he de ceder, armarme de paciencia y acudir. No te preocupes, dice siempre el anfitrión, si no pasa na, si no hay peligros, si está to controlao, lo hacemos con butano y se acabó. Nada, nada, tú te vienes, que verás cómo saben las chuletillas y los chorizos, ni se nota el butano ni na.
Soy puntual, es una manía, qué le voy a hacer, y la feliz pareja de nuevos ricos, de pechos sobre la enorme barbacoa recién estrenada, me recibe con grandes alharacas, infantil algarabía y descuidado alboroto. Ella, con chándal y sandalias con tacón de esparto. Él, pantalón corto, camiseta de tirantes y zapatillas. Los nenes, con voces y lloros. ¿Por qué lloran tanto los niños ahora, por qué?
Cómo chorrea el sudor por la cara del cocinero, cómo le corre por el cuello y por los desnudos hombros y brazos, cómo resbala hasta las chuletillas. ¡Qué forma de arrastrar por los suelos el prestigio de la oveja churra! Cuando llega el momento definitivo suelo alegar algún vago problema estomacal y me busco un rincón tranquilo para pasar la tarde con un vasito de colacao bien frío. Y sin ningún disimulo aprovecho para cambiar los cuarenta subnormales por Onda Melodía. Buen gusto.
Pero el peligro del verano aumenta con el paso de las fechas y no cede hasta bien entrado el mes de octubre. Sí, octubre, porque una vez mediado el mes de julio los amigos y parientes empiezan a volver de sus vacaciones. Y tienen que contarlas, claro, que hay una especie de puja burgués-pijoteril por las vacaciones más exóticas. Lo que empezó cuando Fraga era ministro de Información y Turismo con un Pues he estao en Benidorm, oyes pasó en otro momento de pujanza económica por un Jo, tío, qué bien me lo he montao en Punta Cana, saes? y ahora nos llegamos en Quince días en Bali, qu’es que estaba mu estresao, tú. Y uno no se va quince días tan lejos, gastando una pasta gansa, pasándolo asín de mal en los aeropuertos si no lo puede contar. Estoy convencido de que se viaja para poder contarlo, porque contarlo no sólo es revivir los buenos momentos (lo de la pérdida de las maletas se omite), sino que supone sacarle mayor rendimiento al dinero empleado abochornando a las confiadas víctimas. Julio José, un amiguete bastante hortera que acaba de volver de Isla Mauricio, tiene todos los fines de semana hasta octubre completitos de visitas a las que contar el buen rollo que se montó en tan paradisíaco lugar.
Yo dividiría a los que lo cuentan en dos grupos: Los que te enseñan las fotos y los que te enseñan el vídeo. Personalmente prefiero a estos últimos. Los de las fotos son más pesaos, se tarda mucho más en ver una colección de fotos que una cinta de video. Porque no se trata sólo de las fotos, sino que además te lo cuentan todo, desde la hora a la que anochecía hasta el número de teléfono de la sueca que, este año también, casi se ligan. Y encima te hacen preguntas: Ésta es de cuando volvimos al acantilado de antes, ¿te acuerdas? Y como no te acuerdes te lo vuelven a explicar. Aaahg!
En cambio con el vídeo el tiempo está contao por la duración de la cinta, no hay más cera que la que arde y no se pasan todo el rato diciéndote que no pongas los dedos en las fotos, que se manchan. Además, como no tienes que usar las manos para pasar páginas, te suelen invitar a unas tapitas de chorizo con cerveza, algo es algo.
Para compensarte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario