Dice José Antonio Alonso, Ministro de Defensa y de lo que se le vaya ocurriendo a su amigo Zapatero en el futuro, que la estatua de Franco que preside el acceso principal a la Academia General Militar de Zaragoza debe ser removida. O sea, quitada, trasladada y eliminada. Y yo aprovecho la ocasión para estar de acuerdo ¿por primera vez? con un ministro, que es algo que mi familia debería festejar con fuegos artificiales, que no va uno siempre de marginal.
Lo que no sé es qué pinta todavía por esas plazas de España tanta estatua del Generalísimo ahora que ya se acabó el culto al dictador. Ahora que ya se acabó el dictador. Mal me puede parecer que en las academias militares presida las entradas o las salidas y se le proponga como un ejemplo a seguir por los caballeros alumnos. Porque si no es un ejemplo a seguir, si la suya no es una conducta a imitar no entiendo qué diantres hace ahí la escultura de marras. Y dado que tenemos un ejército supuestamente democrático y disciplinado, sometido al poder civil y que recibe sus premios cuando sirve al pueblo del que mana y sus castigos cuando invade terrenos como el político, que le es naturalmente ajeno, esas estatuas, esos homenajes mantenidos y esa presidencia de las puertas principales de las academias militares no sólo están de más, sino que serían un mal ejemplo, cabe suponer que una contradicción con los programas académicos y algo, por lo menos, contraconstitucional. Digo “contra” y no “anti” por huir del lenguaje legalista y centrarme en la visión del profano, del pueblo de a pie que se limita a observar lo que ocurre a su alrededor.
Todavía me resulta más incomprensible que subsistan estatuas de Franco en plazas mayores de capitales de provincias, que haya calles y plazas que lleven el nombre de Franco, José Antonio o de los Heroicos Caídos por la Patria, referencia absolutamente inexacta pues niega la existencia de la “otra” mitad de los muertos en la guerra civil. Uno no acaba de entender cómo en los pueblos de la España profunda, con alcalde de un partido supuestamente democrático, donde nadie vota a la extrema derecha, donde nadie se calificaría a sí mismo de franquista, falangista o cosa parecida, donde “fascista” es un insulto, donde se siguen descubriendo nuevas fosas de la guerra civil, sigue habiendo plazas dedicadas a José Antonio Girón de Velasco, por mucho que su señora madre lo hubiera parido allí mismo o en el pueblo de al lao. ¿A qué viene ese honor en el siglo XXI? ¿Cuál es el coste político o del tipo que sea para poner a cada uno en su sitio?
Cuando ya han pasado varios siglos desde que murió Franco, cuando el dictador no es más que un simple icono añejo para sus muy escasos seguidores fervientes, los alcaldes (de pueblos e, insisto, de alguna capital de provincia muy significada) deberían tomarse un poco en serio lo de adaptar sus topónimos a la realidad histórica, colocar a cada hijo de vecino en su sitio y dar algún serio retoque a sus callejeros. No hacerlo, aparte de contradictorio y absurdo en tiempos de ¿pura? democracia, es dar alas a los más intransigentes y radicales que todavía andan deseando revivir la guerra civil y el enfrentamiento, que haberlos haylos.
Así como a los que se empeñan innecesaria e insistentemente en volver a hablarnos de aquella república que estuvo tan lejos de ser la feliz Arcadia que nos quieren pintar.
Lo que no sé es qué pinta todavía por esas plazas de España tanta estatua del Generalísimo ahora que ya se acabó el culto al dictador. Ahora que ya se acabó el dictador. Mal me puede parecer que en las academias militares presida las entradas o las salidas y se le proponga como un ejemplo a seguir por los caballeros alumnos. Porque si no es un ejemplo a seguir, si la suya no es una conducta a imitar no entiendo qué diantres hace ahí la escultura de marras. Y dado que tenemos un ejército supuestamente democrático y disciplinado, sometido al poder civil y que recibe sus premios cuando sirve al pueblo del que mana y sus castigos cuando invade terrenos como el político, que le es naturalmente ajeno, esas estatuas, esos homenajes mantenidos y esa presidencia de las puertas principales de las academias militares no sólo están de más, sino que serían un mal ejemplo, cabe suponer que una contradicción con los programas académicos y algo, por lo menos, contraconstitucional. Digo “contra” y no “anti” por huir del lenguaje legalista y centrarme en la visión del profano, del pueblo de a pie que se limita a observar lo que ocurre a su alrededor.
Todavía me resulta más incomprensible que subsistan estatuas de Franco en plazas mayores de capitales de provincias, que haya calles y plazas que lleven el nombre de Franco, José Antonio o de los Heroicos Caídos por la Patria, referencia absolutamente inexacta pues niega la existencia de la “otra” mitad de los muertos en la guerra civil. Uno no acaba de entender cómo en los pueblos de la España profunda, con alcalde de un partido supuestamente democrático, donde nadie vota a la extrema derecha, donde nadie se calificaría a sí mismo de franquista, falangista o cosa parecida, donde “fascista” es un insulto, donde se siguen descubriendo nuevas fosas de la guerra civil, sigue habiendo plazas dedicadas a José Antonio Girón de Velasco, por mucho que su señora madre lo hubiera parido allí mismo o en el pueblo de al lao. ¿A qué viene ese honor en el siglo XXI? ¿Cuál es el coste político o del tipo que sea para poner a cada uno en su sitio?
Cuando ya han pasado varios siglos desde que murió Franco, cuando el dictador no es más que un simple icono añejo para sus muy escasos seguidores fervientes, los alcaldes (de pueblos e, insisto, de alguna capital de provincia muy significada) deberían tomarse un poco en serio lo de adaptar sus topónimos a la realidad histórica, colocar a cada hijo de vecino en su sitio y dar algún serio retoque a sus callejeros. No hacerlo, aparte de contradictorio y absurdo en tiempos de ¿pura? democracia, es dar alas a los más intransigentes y radicales que todavía andan deseando revivir la guerra civil y el enfrentamiento, que haberlos haylos.
Así como a los que se empeñan innecesaria e insistentemente en volver a hablarnos de aquella república que estuvo tan lejos de ser la feliz Arcadia que nos quieren pintar.
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