He salido a la calle cuando la tarde empieza a dejar su aliento helado sobre Palencia. Al cruzar por San Bernardo a la Calle Mayor se encienden las primeras farolas y por algún desafortunado juego de mi memoria me parece ver a mi padre salir de una tienda de ultramarinos que había y ya no hay. Ya casi no quedan tiendas de ultramarinos, arrinconadas por las grandes superficies, las grandes multinacionales y los grandes capitales.
Una marca de moda echó abajo hace años varios locales contiguos y abrió su gran almacén de ropa muy moderna y muy barata, tonto el que no compre. Hay mil tiendas exactamente iguales por toda España, en todas las calles mayores de toda España, en todas las esquinas de todas las calles mayores de España. Las franquicias y cierto concepto estúpido de modernidad hacen que todas las ciudades empiecen a parecerse en demasía y que uno no sepa, caído en desconcierto, si el paisaje urbano que atraviesa es de Palencia, de Vladivostok o de Villafranca de Campos Góticos. Despersonalización urbana o que no siempre progresamos hacia adelante. Un paseo por las avenidas principales de España nos muestra un proceso de uniformización de las calles, todas cubiertas por las mismas tiendas franquiciadas y la misma soplapollez modernista de metacrilato y alarma electrónica en la puerta. Progreso hacia atrás.
Las franquicias, porque imponen un mismo modelo de comercio allá donde echan sus raíces, ofreciendo la misma imagen en su tienda del barrio más antiguo y castizo y en la del último ensanche de cualquier posmoderna barriada, levantada en tres meses a base de ladrillo cara vista, plástico y neón. La modernidad, porque nos impone patrones ajenos a nosotros, alejados de nuestra idiosincrasia y volcados en un comercialismo frío, carente de sentido humano y vecinal.
Los que tenemos la suerte de vivir en una pequeña ciudad de provincias todavía podemos disfrutar, buscando con cuentagotas, de ese antiguo comercio familiar con rótulo antañón pintado a mano que demuestra la antigüedad del local y cómo ha ido pasando de padres a hijos por varias generaciones. En sus puertas cuidadosamente repintadas, en sus baldosas impecablemente limpias, implacablemente desgastadas, se ve la imbricación de ese negocio con la ciudad. Ambos son uno y comparten destino, la tienda nunca se irá a otra población si vienen mal dadas pues lleva años formando parte del espíritu de la localidad.
Tras los escaparates amplios y el sobado pomo de la puerta, el interior manifiesta tradición en sus mostradores de madera añosa, en sus techos bajos y en sus anaqueles repletos de cajas de cartón amontonadas para salir al encuentro del cliente habitual. Quizá en el comercio familiar no hay escaparatistas, iluminadores ni rotulistas diplomados en una academia extranjera, pero al otro lado del mostrador siempre hay varias personas a las que la vida ha proporcionado un cursillo, ahora pomposamente llamado “master”, en diplomática atención al cliente.
Quizá haya un desconchón en la pared, pero tienen estanterías y expositores en lugar de “stand”, tienen dependientes (diré “y dependientas” en honor a doña Bibiana) en lugar de “asistentes comerciales” y por ello nunca necesitas mirar detrás de cada pasillo para buscar que te atiendan; al contrario, siempre hay alguien que acude presuroso a preguntar qué deseas, te trata por tu nombre, sabe tu talla y se detiene todo el tiempo que precises para darte mil explicaciones de las ventajas del producto que te vas a llevar.
Ah, y déjenme que otro día hablemos de las tiendas de los chinos, dan mucho juego social.
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