Toda España siguió con interés y no poca admiración a aquel hombre que se jugó la vida y estuvo apunto de perderla por defender a una mujer maltratada. Como es inevitable en un país cainita, algo demostrado históricamente, enseguida surgieron los del colmillo retorcido que vieron en su actuación malas intenciones, afán de protagonismo o cualquier otro vicio fácilmente criticable. El Poder le ofreció subirse a su carro triunfante y él no lo dudó, aunque para ello tuviera que bajarse del pedestal al que entre todos le habíamos subido. Quizá fuese una salida fácil, quizá se dejó llevar por sus deseos de triunfar, quizá fuese tentado por una vida más fácil y de relumbrón. Quizá salir con demasiada frecuencia en los titulares de la prensa es excesivamente atractivo.
Y hace unos días le han pillado en falta, en una de las faltas más graves que la sociedad moderna, culta y concienciada puede actualmente achacar a uno de sus miembros. Conducía haciendo eses y en la prueba de alcoholemia efectuada al efecto dio positivo. Otro santo laico bajado del cielo a cañonazos.
Su defensa no ha podido ser más torpe: que apenas había bebido y que ese positivo vino forzado por la medicación que toma. Si me permiten destrozar el idioma a la manera de Forges diré: Torpérrimo. Esa excusa es banal e inaceptable, todas las medicaciones indican las contraindicaciones que arrastran y en cualquier caso él debía saberlo, como debía saber que su supuesta ignorancia no sólo no le excusaba sino que fortalecía la acusación.
Pero donde el hombrico, ahora ya hay que tratarlo así, demostró más su falta de sensatez ha sido al no bajarse del burro, no admitir con inteligencia su pecado y empeñarse con cerrazón en no ofrecer sus disculpas por más veces que se le ha solicitado. Ah, y en no dimitir; lo de no dimitir, lo de esperar el cese encastillado y aislado de la realidad es de memos, majaderos, mentecatos y otras gentes de mal vivir.
El ¿señor? Neira no ha sabido digerir su situación social, su prestigio, los excesivos elogios recibidos y ha caído víctima de sus propias limitaciones personales. Quizá el no lo sabía, pero las tenía y han quedado todas al descubierto, no tanto por conducir en condiciones que no debía, sino por su actitud pueblerina, cicatera y ególatra, propia de quien ha fracasado en la sociedad y se niega a reconocerlo.
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