Un deseo personal insatisfecho, con el que me iré a la tumba, es haber vivido en la Castilla de los años 1000 ó 1200, durante la construcción de algunos de los monumentos religiosos que engalanan nuestra provincia y cuyo alzamiento me habría gustado haber presenciado. Debo reconocer que el arte románico, envuelto en la bruma de los siglos, tiene para mí un atractivo especial. Y eso que en Tierra de Campos (Realmente “Tierra de Campos Góticos” es el nombre completo) hay auténticas catedrales góticas capaces de albergar varias veces el número de los habitantes de sus respectivos pueblos. Pensemos en Támara de Campos o Santoyo o…)
Muchos maravedíes habría dado yo por presenciar el hervidero de gentes que tenía que suponer la construcción de la iglesia de un pueblo de nuestra montaña palentina, por ejemplo. ¿Se imaginan el ir y venir incesante de carpinteros, canteros, herreros, menestrales y labriegos en general en Revilla de Santullán mientras se estaba levantando su hermosísima portada? ¿Tiene el lector de este blog capacidad de asombro ante la foto que acompaño?
¿Se imaginan la euforia al terminar de colocar la última piedra de su espectacular arquivolta de la última cena? Participar de la alegría de las sencillas gentes que a base de fe, confraternización y unión conseguían esas enormes proezas y celebrarlo después con el alboroto de una buena fiesta bien regada por un fuerte vino castellano sería sin duda una explosión de gozo inmenso.
Y después de largas horas de efervescencia y entusiasmo conviviendo con el pueblo, cuando la noche ya fuera cayendo y el cuerpo acusara el cansancio del largo día de animación, cuando el helador frío de la montaña palentina se fuera apoderando de mis espaldas, qué confortable sería volver a mi casa, encender con un botón la calefacción, poner la tele y prepararme un café bien calentito. Si por allí anduviera Fermín, mi perro de agua, engatusándome a base de gazmoñerías, sería el no va más.
Pero el edificio en cuya construcción más me habría apetecido participar es el monasterio del que formó parte la iglesia de San Martín de Frómista. Vivir en él me habría permitido complacerme con la perfección de sus formas, la elegante proporción de sus naves y la esotérica belleza de sus capiteles. Habría disfrutado participando de la mística monacal, dejando a mi ánima elevarse con los cánticos sagrados, paseando con espíritu recogido por el claustro, quizá en una mañana de otoño, quizá en un atardecer de primavera… si, dado el estratégico emplazamiento del monasterio, no hubiera interesantes peregrinas a las que atender… en cuerpo y alma.
Ah, y no crean que yo habría mostrado el más mínimo interés en cargos de relumbrón, nada me apetecería menos que ser el abad o el ecónomo; acostumbro a retraerme ante vanidades tan incompatibles con mi débil carácter, lejos de mí tales pompas mundanas. Me satisfaría algo mucho más humilde y discreto: Para mi comunión con el Espíritu Divino me bastaría haber sido el encargado de la cilla, soy fácil de conformar.
Bueno, o con el espíritu del vino.
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