Justo debajo de la ventana de la cocina se veía el corral del que recogíamos musgo para el nacimiento, con las carboneras que nos servían de pared para jugar al fútbol. Al fondo estaba la huerta de Don Pascual, nuestro médico y casero, con su alberca en primer plano. Hoy la huerta, que a mí me parecía llegar hasta el horizonte, es un entramado de casas adosadas y calles nuevas que han desprovisto a aquella vista, si mi casa se hubiera mantenido en pie, de todo aspecto bucólico.
Desde la ventana de la cocina se veía lo que pomposamente llamábamos el castillo de Tariego, que jamás lo fue, y el principio de las discretas elevaciones del Cerrato palentino. Junto a la ventana teníamos una mesa de construcción tosca y doble hoja para cuando nos reuníamos todos. Entonces lo común era una familia de tres, cuatro o más hijos, con la dificultad que en la posguerra económica suponía mantener a tan extensa prole. Ser el último de los hijos me impide recordar con suficiente claridad las primeras ocasiones en que para alegría de mis padres nos encontrábamos todos los hermanos.
Aún así mi mente mantiene todavía la memoria de los momentos más familiares, evidentemente navidad y fin de año. Son imágenes al principio borrosas pero que el tiempo ha ido fortaleciendo y dejándolas firmemente indelebles, seguramente bien apretujadas y amarradas por las neuronas que me van quedando. La ilusión familiar y la fortaleza de los lazos entre unos y otros son el principal componente de los retratos que me vienen a la cabeza cuando intento engañar al tiempo y retroceder a aquellas desfiguradas horas. Quizá hoy, añoso y melancólico, echo de menos la firmeza de los lazos que nos unían a todos y la merma en el número de miembros familiares. Si bien ahora las dificultades económicas, por mucha crisis que nos envuelva, no son comparables a las de entonces, las familias se enfrentan a problemas sociales inimaginables entonces, lo que sin duda contribuye a la disminución del número de hijos.
Parte esencial del fin de año eran la radio, el bingo familiar y la pitada de los trenes. En un Venta de Baños con incesante tráfico ferroviario y un depósito de máquinas de tren todos acechábamos ese momento que aún hoy recuerdo con precisión: Al llegar las doce de la noche todo el pueblo esperaba los pitidos de cuantas máquinas de tren transitaran por las proximidades de la estación o allí estuvieran estacionadas, marcando así el paso de un año a otro sin tener en cuenta la Puerta del Sol, de la que, en un momento en que casi nadie tenía televisión, todos prescindíamos. Los tiempos eran austeros, difíciles y grises; las familias más fuertes e integradas; la alegría, me parece a mí, más volcada hacia el interior, sin la exagerada necesidad de mostrarla a los demás que hay hoy.
El conocimiento que da el paso del tiempo, la madurez arrepentida que me permite saber que no sabemos nada y la consciencia de que la mejoría económica sirve para poco me han llevado a construir un artículo quizá demasiado empapado de nostalgia, melancolía e hipocondría pero, ustedes perdonen, yo soy así.
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