Francesco Montorfano se mordió la uña y tomó la decisión de levantarse y salir. Al pasar junto a la camarera le guiñó un ojo y al sonreír le enseñó su dentadura amarillenta y maloliente. La lluvia gélida caía con poco interés, Francesco se levantó las solapas de la chaqueta y afrontó la cuesta que tenía delante con el desánimo que le era habitual.
Montorfano era radicalmente tradicional. Pensaba como sus ancestros, actuaba como ellos y vestía como ellos, siempre de negro riguroso: negro traje, negra camisa y negra corbata. Sólo una cinta blanca en su sombrero negro aliviaba levemente su atuendo. Era su uniforme desde que empezó a trabajar para la banda y se sentía orgulloso de ello. Ser extremadamente disciplinado y discreto en su labor le proporcionaría una fama que enseguida empezaría a darle sus frutos.
Hasta ahora los trabajos que le habían encargado eran siempre de poca monta, como para ir probándole, para darle la oportunidad de foguearse antes de encargarle algo gordo. Esa noche le había llegado el momento de cerrar un ciclo, estaba seguro de que esto iba a significar un ascenso en el escalafón. Palpó el bolso interior de su chaqueta y comprobó que la herramienta estaba allí, dispuesta a actuar silenciosamente cuando él apretara el dedo índice.
No podía dejar de preguntarse si sus compinches habrían dejado, como habían acordado, la escalera de mano en el lugar al que tendría que subirse para llevar a cabo su encarguito. Se habían reunido la tarde anterior en el bar de Toni Marcello, donde un pianista muy ruidoso impidió que nadie oyera su conversación.
Llegó dos horas antes del amanecer al lugar donde todo había de suceder. Una oxidada farola arrojaba una luz miserable sobre el candidato electoral. Francesco pensó en cortar los cables para que la oscuridad fuese total, pero se distrajo porque al pisar la colilla de su cigarro vio que efectivamente a sus pies estaba la escalera que sus compinches habían escondido disimuladamente entre los restos de una obra abandonada.
La puso de pie sin dejar de mirar cautelosamente a su alrededor y se subió. Ya estaba casi a la altura del candidato electoral cuando se puso nervioso y empezó a sudar. Al levantar la mirada comprobó que era verdad lo que Charly Napolitano le había dicho: junto a la foto del candidato apenas podían verse ni el logo ni el nombre del partido por el que se presentaba. Eso le infundió serenidad, recuperó la calma y dejó de sudar.
Vio pasar un gato callejero y desde lo alto le escupió con increíble puntería. El animalejo apenas maulló, miró a derecha e izquierda e intentó cruzar la calzada. Un coche sin faros que huía de la ciudad haciendo rugir su estrepitoso motor lo atropelló intencionadamente. Rocky echó una asquerosa carcajada y después se persignó.
Metió la mano en el bolso, sacó el espray y con letra torpe e irregular escribió a grandes trazos lo que se había aprendido de memoria: “Aunque oculta el logo y el nombre este candidato se presenta por el Partido…” Se detuvo, hizo memoria durante unos espesos minutos pero le fue imposible recordar. Se sentó al pie de la escalera, amargado y desolado, sabiendo que ése era el final de su carrera, que eso no se lo iban a perdonar, que tras dos días de crueles torturas le iban a arrojar al Carrión con un bloque de cemento atado a los pies.
Acongojado, pensó que lo más certero sería ahorrarse ese tiempo de horroroso intermedio. Se acercó a la vía del tren, esperó al correo de las seis cuarenta y dos y se puso delante. En medio de la noche el maquinista no pudo detener el convoy y sólo al llegar a la inmediata estación dio el correspondiente aviso a la banda.
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