Aunque
no nació aquí se siente tan palentino como cualquiera y cada dos de septiembre
se pone en la cola y baja a la cripta donde nuestra ciudad tiene sus cimientos,
donde nace nuestra historia y se hunde, fantasmagórica, la Palencia visigoda
que se resiste a ser investigada. Ha perdido la cuenta de los siglos que lleva
haciéndolo. Sólo su acento francés le distinguiría de otros fieles que van a
beber al pozo de la tradición, pero los galorromanos nunca fueron bien vistos
en Hispania y él prefiere callar y observar a los devotos que repiten los ritos
ancestrales que los padres de sus padres iniciaron cientos de años atrás.
Calla
y bebe, escucha y calla, sabe que sin esa inapropiada animadversión hacia los
extranjeros tanto él como la Bella Desconocida serían infinitamente más populares,
es consciente de que dentro de los muros sobrios que sobrevuelan su cripta hay
suficiente belleza escrita en páginas de piedra como para competir con otras
joyas históricas mucho más reconocidas. Hispania lleva la penitencia en su
propio pecado y la catedral que lleva su nombre seguirá siendo desconocida para
los forasteros.
Lleva
siglos disfrutando del templo, observando cómo la tosquedad visigótica fue
sustituida por la sencillez románica y ésta por el artificio del gótico
plateresco. A veces ha fruncido el ceño, no siempre satisfecho de cómo, sin que
nadie le preguntara, el paso de los siglos añadía reformas y elementos a veces
mal adaptados. Cuando se aburre se refugia en el trascoro y juega con Alejo de
Vahia o Vigarny a esconderse entre encajes y filigranas. Berruguete, que se las
sabe todas, le encuentra siempre oculto en el púlpito.
Al
amanecer yerra por el claustro, cuando los ruidos de la ciudad todavía no
perturban la calma y puede oxigenar su espíritu. Con la caída del sol pasea por
las naves de la catedral, que manan silencio y hospitalidad, y se detiene
boquiabierto en la girola, eternamente deslumbrado por la plata del altar,
antes de salir al bullicio callejero y
mezclarse con los peñistas que alborozados suben de los toros entre
bromas y empujones, entre risas y clamores.
Puede
que Palencia haya cambiado grandemente con los siglos y puede que el modo de
vida actual permita que el más humilde palentino viva mejor que el propio Sancho
III pero la gente de Palencia es la misma. Cambian los rostros y cambian los
nombres pero los palentinos siempre están hechos de la mejor masa. Rufianes y
nobles, labriegos y comerciantes, artesanos y clérigos, pícaros y pedigüeños,
damas y prostitutas llenan hoy como ayer calles y cruces, avivando soportales y
bocaplazas, palacios e iglesias.
Las
manos que siglos antes se alargaban al paseante pordioseando un mendrugo vuelven
a ser numerosas, se extienden hoy con menos bocas que alimentar pero con el
mismo problema personal: encarar el futuro como sea. La subsistencia encanalla
las fiestas y derrochamos en pólvora y neón lo que no tenemos para comer. San
Antolín endurece el gesto, da media vuelta y prefiere regresar, silente y
austero, a su pétreo pedestal. Antes entrega la palma que le ennoblece a un menesteroso,
desheredado mártir de la economía actual.
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