Aún faltan horas para amanecer y
sobre la noble villa las alturas arrojan hielo que cubre de blanco tejados y
terrazas. Desde las vecinas montañas los vientos descienden fríos y se lanzan a
dominar los páramos, se acaba el año y sobre Campoo se desploman las
temperaturas. Hace siglos que el pueblo prefirió trasladarse al llano y
simplemente inclinarse para beber de las aguas de su río. El Pisuerga todavía
es joven impúber al pasar por Aguilar, juega por sus alrededores endulzando con
su ribera el ocio de los ciudadanos, y después se aleja contento y saltarín a
rasgar mansamente la meseta hasta entregarse en manos del Duero, allá por
Simancas, pasado Valladolid.
Abandonado quedó el férreo
castillo ruinoso que antes vigilaba estrechamente la vida del lugar y que es
ahora altivo estandarte que desde lejos señala al viajero que entra en tierras
cargadas de historia y leyenda. Todavía si el transeúnte no es impaciente y
escucha con atención se oyen voces que demandan el santo y seña o que preguntan
cuánto falta para el cambio de guardia. Quizá todavía se pueda oír el recio
martillear de los canteros medievales que han dejado sus marcas en los sillares
de Santa Cecilia, algo más abajo, sobre la ladera. Mientras sus capiteles enseñan
con milenaria didáctica ingenua escenas de las Sagradas Escrituras, su torre se
inclina arriesgadamente sobre el pueblo para contemplar el ajetreo industrial
de una villa volcada en su futuro industrial.
El aire de vainilla que cubre
toda la ciudad llega también a Santa María, envuelta en legendarios mitos y
sacras leyendas; por su claustro aún deambulan monjes premostratenses que desafían
al duro invierno de la montaña y permanecen ajenos al devenir comercial y
fabril del nuevo Aguilar. Más allá, en el centro, los soportales, acogedora
sombra en verano y protector paraguas en invierno, amparan la modernidad de la
villa sin olvidar las tradiciones castellanas de Campoo. Bajo ellos trascurre
la vida de la plaza mayor; comercio, turismo e industria se reúnen en ella
todas las mañanas para celebrar un aquelarre de modernidad y progreso y pactar
el desarrollo y el futuro de sus habitantes. Comerciantes y clientes, abogados
y representantes, clérigos y artesanos, patronos y obreros son la sangre que
vitaliza la villa que haciendo burla a la crisis se ha convertido en el segundo
núcleo urbano de Palencia, que sin renunciar a su esencia histórica
castellana mira cara a cara al futuro.
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