Les juro que he terminado de morderme las uñas. Todas, las de las manos también. Es la tensión que me devora, los nervios que me consumen, la impaciencia, el hambre de fútbol que se apodera de mí. Llevo semanas esperando este momento, ansiando que lleguen las primeras conexiones, que los locutores entonen la alineaciones con esa cantarina voz que termina por hacerse más popular que la de los niños que cantan la lotería.
Hoy prácticamente no he salido de casa, me lo he pasado devorando toda la prensa deportiva, quería estar bien seguro de a qué hora empezaba y qué cadena lo retransmitía. Ya tengo todo preparado para cuando vaya llegando la hora. Sé dónde voy a estar, sé lo que voy a hacer, sé que dentro de un año me acordaré de qué estaba haciendo exactamente en esta fecha a esa hora bendita. Que Dios bendiga el fútbol.
Antes de dormir he soñado con los bares repletos de espectadores, cargados de humo pesado (evidentemente debo poner orden en mis sueños, lo del humo ha pasado a mejor vida), con los cristales sudados por el calor de decenas de clientes en el interior que vociferan, se exaltan, se acuerdan de la madre del árbitro y cargan contra el delantero del equipo contrario que ha tenido la ocurrencia de tirar a puerta. Creo que me he dormido como un niño cuando mi equipo metía el sexto gol, seguro que mi sonrisa era meliflua y bondadosa como la de un bebé. Deseo ardientemente que empiece el partido, que el Real Madrid y el Barcelona salten al terreno de juego, que la pasión se desborde, que los aficionados se concentren ante la trascendencia del juego, no en vano es el partido del siglo. Otra vez.
Deseo que llegue la hora del partido y que toda España esté pendiente de la radio y de la tele, que las cabezas estén concentradas en la pequeña pantalla, que los ojos no se separen del televisor, que nadie piense en otra cosa. ¡Que viva la afición al fútbol, que vivan los derbis! Yo siempre he disfrutado muchísimo los grandes partidos de fútbol, siempre añoro que lleguen, las calles están vacías, el populacho se vuelve a sus cuarteles y puedo pasear sin encontronazos, sin devolver saludos a desconocidos, con toda la acera ante mí, la calle mayor a mi disposición, los escaparates iluminados y festivos dispuestos en exclusiva para mí, parándome si quiero, horas de calma y paz para mí solo, sin tener que oír los desmesurados berridos de cuatro infantes consentidos que por mí podrían caer en manos de Herodes.
El pub de la esquina, afortunadamente anclado en el pasado y sin televisión, permanece a mi entera disposición, el camarero raudo al atenderme me deja solo, sin agredirme con una conversación que no deseo, y corre al otro extremo de la barra a ponerse el auricular en la oreja. Me tomo mi sanfrancisco escuchando con pleno placer la horrible música de ascensor que ponen para que las parejas de novios, que hoy tampoco llegarán, se metan mano con frenesí. Nadie me empuja, nadie habla alto a mi oído para hacerse entender por un camarero atareado.
Les juro que he terminado de morderme las uñas. Es la tensión que me devora, los nervios que me consumen. Yo siempre he disfrutado los grandes partidos de fútbol, las avenidas vacías, las calles sin tráfico, la ciudad cubierta por un desconocido y benéfico silencio, los camareros suplicando que entre a darles algo de trabajo… Que viva el derby. Que todas las semanas haya derbis. Viva el fútbol.
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