A alguien, no recuerdo quién, le he leído hace poco sobre el daño que Telecinco está haciendo a la población española y estoy convencido de que tenía mucha razón. Aún no sabemos, sólo lo conoceremos dentro de unos años, el daño que están sufriendo las capas sociales más desprotegidas culturalmente, daño que paulatinamente hacen extensivo a toda la población en general.
Pero no sólo esa cadena, la zafiedad de los contenidos de comedietas y programas de tertulias alcanza a la mayoría de ellas. Las autoridades no parecen ser conscientes de la situación, quizá preocupadas por los problemas económicos que nos muerden los bajos, quizá porque la tele es una forma de tener a la población calmadita y en casa. En el momento actual las multas, la aludida Telecinco tiene varias pendientes por saltarse el horario de protección a la infancia, no sirven para nada, pues los ingresos publicitarios procedentes de marcas que patrocinan el abuso, la chabacanería, el insulto y el mal gusto cubren suficientemente el importe de esas multas.
Sólo la momentánea reacción popular, espontánea e inesperada, ha conseguido un éxito parcial al hacer desaparecer la publicidad de uno de los buques insignia de Telecinco. Pero ahí parece acabarse todo, ¡cuántas generaciones de españoles de todas las edades están siendo educadas en la falta de respeto o en el enfrentamiento como fuente de solución de conflictos! No estoy pidiendo que se haga televisión a partir de programas culturales o científicos, con el de Eduardo Punset ya tenemos bastante, pero si es cierto que tenemos la televisión que vemos (penita pero así somos), téngase en cuenta también que cuando en el menú abunda la comida basura es difícil encontrar alternativas gastronómicas con las que alimentar el cerebro y el corazón. Y no hablo de ofrecer caviar a la población sino de una simple pero sabrosísima sopa castellana, por ejemplo.
Pero quiero insistir en que no se trata sólo de la tan repetidamente aludida cadena; hay cadenas (joé, qué nombre más higiénico) supuestamente más autocontroladas y respetuosas que nos invaden con series de ficción impúdicas (¿A que ustedes imaginan por qué esta palabra está en trance de desaparición?) cuyas tramas nos presentan consumo de drogas, sexo entre adolescentes y sus profesores u homosexualismo con la mayor de las naturalidades, como si en la vida ordinaria todos los maestros se acostasen con sus alumnos, los padres de éstos y los vecinos de enfrente con absoluta naturalidad y cotidianidad, terminando la faena en una gran bacanal animalesca en la que el alcohol y las drogas sirven como elemento de comunicación y cohesión popular.
El referente social con el que se enfrentan muchos adultos y especialmente muchos adolescentes es el de una sociedad enfrentada, materialista, hedonista y sin valores superiores. Sólo vale lo que me gusta, si no me cuesta y si sirve para mi provecho. Construimos una sociedad desnortada gracias a la televisión, no sólo a ella, claro, carente de valores y que entiende que cuando algo es nuevo es necesariamente mejor que lo ya existente y que hay que probar de todo porque todo vale, salvo aquello que sirvió a generaciones anteriores, que debe necesariamente ser rechazado por obsoleto.
Y posiblemente muchas veces deba ser así para aceptar los avances del mundo, ¿pero siempre? Teniendo que renovar continuamente la sociedad, sin duda, ¿ningún valor ya existente es suficientemente bueno para ser conservado? Enfrascada la sociedad como está en la lucha por la supervivencia ¿tendrá tiempo para ocuparse de estas cosas menores? Dado que cuando no parecía haber problemas económicos, cuando los billetes de mil euros parecían colgar de los árboles, nadie se interesaba en esta cuestión es fácil colegir que no nos interesa nada que nos haga pensar si no es placentero, fácil y si no sirve para mi provecho.
Miren, cuando la vergüenza corroe las entrañas de la sociedad dan ganas de gritar: Que se muera “Sálvame”
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