Dice mi suegra que líbrenos el
Señor de la hora de los elogios. Y qué razón tiene, que en la hora de la muerte
algo surge en las entrañas de los vivos que sólo nos permite recordar los
buenos momentos o los buenos hechos del finado. Ya puede el interfecto haber
sido un cabrito redomado que, tal vez obedeciendo a una consigna no pronunciada
por nadie, todos nos empeñamos en olvidarnos de sus faenas y ensalzar sus
virtudes. Si las tuviera. Y si no las tuviera, las inventamos, exageramos su importancia
o aumentamos su número.
Esto pasa con la muerte de Fraga.
Hasta de Maria Antonia Iglesias emanan bonitas palabras, incluso sus enemigos
políticos pasan de puntillas sobre sus fechorías con tal de ser discretos y no
desentonar con una mayoría que prefiere disimular y mirar para otro lado.
Fraga fue ministro de Franco, ¿se
nos ha olvidado? Colaboró en varios gobiernos del dictador. Suya es, o debió
serlo en algún momento, la calle, quizá todas las calles de España. Acordémonos
de Vitoria. Suya fue la ley de prensa que disfrazada de libertad acogotaba a
todos los directores de periódicos. ¿Es tan difícil ser medianamente objetivo?
Sí, sí, luego cambió y colaboró
con la redacción de la actual constitución demócrata. Sí, y llegó a enfrentarse
a Tejero y sus metralletas. Ése también era Fraga, quizá camaleónico, quizá
múltiple, quizá exagerado y disparatado, como cuando se lanzó a por los que le
rompían un mitin, ése era Fraga, así de variado. El de los tirantes, el del
traje de baño en palomares, el del bombín a la vuelta de Londres, cuando era
embajador.
No me gustaba Fraga. No el
político, digo, sino el hombre iracundo que expulsaba de la peor manera posible
de un plató televisivo a su colaborador. No me gustaba el Fraga taquifónico,
autoritario con sus cercanos, despectivo con algunos periodistas. Dicen que
también había un Fraga tierno y delicado, pero nos lo ocultó a los mortales,
para nosotros sólo existía el Fraga de rostro adusto, severo e intransigente.
A pesar de todo lo que usted ya
lleva leído, amigo lector, no era ésa mi intención sino quejarme de la rabia de
España. Tengo el defecto de llevar las orejas puestas todo el día y de escuchar
lo que no quiero. También de leer lo que… lo que tengo que leer por obligación.
Y oigo y leo rabia indisimulada de mequetrefes de tres al cuarto, de matarifes
de discoteca, de endiosados nenes grandes que cargan con amargura contra Fraga.
Parecen enemigos personales, llevan odio hasta en la raíz de sus cabellos, les
duele profundamente el personaje, no están dispuestos a reconocerle un solo instante de acierto. Su lengua es
veneno, su aliento es fuego, su cabeza es sólo rabia desbordada, sin control. Su
ramplonería humana, su baja calidad, su necia existencia son sólo odio
disfrazado con un leve barniz de indiferencia. Les dices Fraga y se enervan, se
agazapan dispuestos al salto depredador.
Lo siento, no los soporto, son
superiores a mis fuerzas, son personajes poseídos por la verdad, que es sólo
suya. Toda. Jamás admitirán en sus excesos verbales la más mínima posibilidad
de acierto en los demás. Todo en la vida es del color que ellos decidan,
negando los matices, las diferencias, las oportunidades, rechazando la
vitalidad del arco iris. Cargan sobre sus espaldas aquella intransigencia de la
que acusan a Fraga, pero ellos, infinitamente más jóvenes y peor preparados
están en la plenitud de sus facultades. ¿Qué serán, cómo serán cuando
envejezcan?
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