Verán, no soy ningún mojigato, no
me paso el día en confesionarios, capillas ni iglesias. No soy un meapilas ni
una rata de sacristía, soy un adulto absolutamente corriente, entregado a su
trabajo con el que disfruto más que nunca y a su familia. Pago mis cuotas a la
comunidad de vecinos, mis impuestos por los que recibo mucho menos de lo que
debieran darme y espero jubilarme algún día, algo más lejano desde que Zapatero
se empeñó en ver brotes verdes donde no había más que desiertos y arenas
movedizas. Considero que las mujeres tienen exactamente los mismos derechos que
los hombres y que los débiles e indefensos deben ser protegidos por el resto de
la sociedad. Válgame tan largo preámbulo a modo de venda antes de que me
lleguen las pedradas.
La verdad es que contra lo que
parece voy a hablarles de televisión y de cine, fundamentalmente de series de
TV y de cine españoles. Para mi desgracia he dejado de ver ambos espectáculos
desde hace tiempo. Unas veces porque me daba vergüenza (ajena, con frecuencia)
y otras porque me daba pena. Y para sufrir ya tengo bastante con enchufarme un
telediario en vena o pasar cerca de cualquier oficina de ésas donde la gente
que me rodea vende las joyas de su abuela a precio de saldo. Ah, además estoy
harto de que me adoctrinen, de que me señalen lo políticamente correcto, de que
me hablen con excesiva frecuencia del doloroso pasado español, lleno de malos
malísimos en un bando y buenos angelicales en el otro. No.
No es que algunos actores
españoles me parezcan malos, que algunos los son, sino que hay actores que no
saben hablar, que no vocalizan, con los que tengo que esforzarme para descifrar
el galimatías que sale por su boca. Y a eso lo llaman naturalidad. Y tampoco es
que los guionistas sean pésimos, que algunos lo son, no. El problema no es ése,
que ya bastante insufrible sería. Que ya bastante insufrible es.
El problema empieza con series y
películas sin gracia, que basan todos sus argumentos en bastedades, zafiedades,
ruindades y un vocabulario cutre y vulgar que quizá hacen reír a muchos
españoles (¿Los mismos que adoran a Belén Esteban?) pero no a mí. Me canso
también de personajes bajos, ordinarios y chabacanos, de personajes mezquinos que
sirven de modelo a la España más atrasada, asilvestrada e ignorante. Harto
estoy de tramas en las que destacan las ordinarieces que braman por sus bocas,
obscenidad tras obscenidad, estos personajes miserables.
Quiero ver series de televisión
que me diviertan, que capten mi atención y que pueda ver sin incomodidad con
mis hijos en el sofá, quiero ver series divertidas, con buen gusto y calidad.
No quiero que para captar espectadores salgan de vez en cuando, cuando menos se
espera, un culo o unas tetas, no quiero que para parecer desenfadados los
personajes digan una grosería cada dos palabras. Quiero series que mantengan el
mismo respeto hacia minorías sexuales (¿por qué hay tantos maricas en las series
españolas?) o hacia la mujer como hacia las minorías… esto… a ver… filosóficas,
pongamos.
Y no, no estoy demandado que las
teles ofrezcan a todas horas documentales sobre la sabana africana ni que
repongan cotidianamente el programa de Eduard Punset. Para todo hay un baremo
que personas inteligentes y preparadas sabrían calibrar. Lamentablemente nadie
parece darse cuenta del importante papel que juega la televisión a la hora de
educar a una parte de la sociedad, a la hora de conformar cómo va a ser mañana
esta sociedad en la que vivimos. Pedir que sean postergados de la televisión
programas que se basan en desnudos, expresiones bastas y zafias ordinarieces
que embrutecen a quien las dice y a quien las repite me muestra intolerante,
tal vez retrógrado, poco actual (¿lo actual tiene que ser zafio hasta esos
límites?) y peligrosamente anormal en esta sociedad. Pero si ésa es la norma española
(¿Por cierto, quién pone estas normas?) desde luego yo prefiero ser un anormal
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