Cinco y pico de la tarde. Una
tela de arpillera de color gris metálico cubre el cielo y nos protege del calor
habitual de mediados de junio. La meseta castellana aparece serena y plácida,
tal vez le esté costando levantarse de la siesta.
El parque está en silencio, no
hay soldados que acompañen a las chachas como en las pelis de los años sesenta
-los uniformes, del tipo que sea, ya no se exhiben en público- pero hay quien
pasea a su perro y quien simplemente lee un libro a la innecesaria sombra de un
pino. Sólo a lo lejos se oye el bramido continuo de algún autobús urbano,
liviano aviso de que eso que llamamos civilización sigue por aquí cerca,
acechando.
Son sin embargo tiempos de
tribulación política y económica. Y social. Puta crisis, tonto el que no tema
por su futuro o por el de sus hijos. Las televisiones nos asedian con
apremiantes informativos, prestos a cortarnos el aliento con una caída de la
bolsa o con los préstamos nada generosos ni altruístas de quienes esperan
desayunar nuestro cadáver. Las guerras modernas son así ahora, no nos matan
pero nos cobran por vivir.
Pero la calma veraniega es tal
que sorprendentemente todo ello parece suceder en otro planeta; en el parque
sólo hay un silencio salvificante, ni se vislumbra a un niño llorón ni a un
atolondrado adolescente con la música a todo trapo, sólo otras personas
dedicadas en cuerpo y alma a perder la tarde sin nada trascendente. ¿O, dada la
atosigante actualidad, descansar en un banco, dejar pasar las horas sin hacer
nada, adquiere una trascendencia que nunca tuvo? Bendita tarde vacía de
preocupaciones, de sol tamizado, de hojas mecidas por la nana que canta este
vientecillo benefactor.
No sé si hemos puesto la
felicidad en asuntos muy lejanos y enrevesados, no sé si nuestra humana
preocupación por asuntos ajenos a lo más próximo nos complica la existencia -si
nos la complicamos, quiero decir- pero hemos perdido el gusto por la vida si no
sabemos disfrutar de una tarde serena y bucólica, tal vez ligeramente cursi, si
la naturaleza, aún en ese bote de conserva que es un parque municipal, no le
fuerza a uno tomar conciencia de lo importante que es simplemente vivir, vivir
sin pretensiones, apegado a los fundamentos de la vida, a las cosas sencillas.
No pretendo negar las
complicaciones de nuestra existencia, pero mientras juego con un perro al que
alguien reclama con silbidos me pregunto si no buscamos soluciones a problemas
que no deberíamos tener.
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