Está Palencia abrazada por las brumas invernales,
infernales, azuzadas por el general invierno, que barren la ciudad trayéndonos
días grises, mañanas sin sol, tardes sin brillo.
Se encienden las primeras luces navideñas para darnos ánimo
e incitarnos al consumo y a la felicidad. Puede que a la felicidad que da el
consumo, que es felicidad pasajera y fácil, que es felicidad hecha mercancía en
tiendas baratas con papel de colorines. Y suenan en las radios y en las calles,
tan pronto, villancicos animosos y joviales y la televisión se vuelve un
permanente anuncio de colonia con señoras semidesnudas. Es la navidad hecha
exterior, hecha apariencia, hecha falsedad, feliz falsedad, feliz vaciedad, que
apariencia es sólo apariencia y nada más que apariencia.
Pero la navidad, con minúscula porque es postiza, me trae
también a mi supermercado dulces momentos del pasado que se pueden comprar con
unos pocos euros. Pandoro en Palencia. Un cachito de Verona en Palencia. El verano
del Véneto en el invierno de Castilla. Dos imperios militares y económicos que
fueron. Pandoro para el desayuno, pandoro para la merienda, Verona siempre
encima de la mesa. Durante unos días. Dulce pandoro, dulce Verona.
El próximo verano se anuncia complicado y puede que se llene
mi casa de la ausencia de Verona; pasan los años, cambian los gustos familiares
y la puñetera crisis económica viene a enredarlo todo. En verano no hay pandoro
y tendré que recurrir a la memoria y a los recuerdos hechos de píxeles para
revivir Verona. Aunque yo no esté allí –ya veremos- Verona estará en mí, cada
mañana me tomaré un panaché en piazza d’erbe sentado en la terraza de mi casa, me
asomaré cada tarde a la web cam de piazza Bra y al caer la noche mi cocina se
convertirá en Il Nastro Azzurro para tomar las mejores pizzas y las mejores
ensaladas servidas por los mejores amigos, los mejores profesionales.
Y después pasearé mi morriña por la orilla del río Carrión
soñando el lungofiume y atravesaré el Puente de Hierro soñando el Ponte di Pietra
y la Calle Mayor será via Mazzini. Me faltará L’Arena pero la gente es la
misma, yo soy el mismo, los mismos sueños, el mismo mediterráneo, el mismo
espíritu, la misma civilización, la misma cultura.
Está mi ciudad abrazada por las brumas invernales,
infernales, azuzadas por el general invierno, que barren la ciudad trayéndonos
días grises, mañanas sin sol, tardes sin brillo. Venzo la neblina fatigante y
me compro un poco de Verona para desayunar. El supermercado me ofrece
melancolía italiana a bajo precio. Pandoro en azúcar glasé y canela, Verona en
la memoria y en el paladar.
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