Palencia es una emoción:

15 octubre 2005

BOCADOS DE REALIDAD

Juventud, perdido tesoro. Yo tenía dieciséis y ella quince. La observaba desde que empezamos a estudiar juntos aquel curso. Preciosa, alta, estilizada, elegante, de mirada viva, inquieta e inteligente, iba siempre con un libro de Borges, de Kafka o Rainer María Rilke bajo el brazo. Un ángel. Cuando me encontraba con ella por los pasillos me sonrojaba y apretaba el paso. Con el tiempo me envalentoné, iba a ser mi cumpleaños y pensé en invitarla sabiendo, con la inocencia de la adolescencia, que iba a enamorarme de ella. Aquella tarde había un partido de baloncesto y me senté a su lado con las más sagradas intenciones. Un elemental sentido de la precaución me hizo escuchar antes: “ ...y le dije que no se pondría así y le fumigué con la mirada, oyes”. Me levanté y me fui. Creo que seguimos todo el año en la misma clase. Oyéndola entiendo lo de Kafka ¿Pero para qué querría a Borges? ¿Y a Rilke?
La oficina siniestra. Voy al banco lo menos que puedo. Me molesta, me siento incómodo y prefiero los cajeros. Estuve hace dos meses en mi sucursal. Empleados nuevos. Dos. Desconocidos. Ordené una transferencia e indiqué el concepto por el que se hacía, unas obras en mi cocina. Ayer tuve que volver. A mi pesar. Me sonrieron de oreja a oreja, me tutearon y me llamaron por mi nombre, me volvieron a sonreír, me dieron una palmadita en la espalda, me preguntaron muy atentamente por el resultado de las obras y me despidieron por mi nombre, también. Pesaos. Torpes. Huyo despavorido. Me molestan. ¿Por quién me toman? Se creen que me lo creo, se creen que me lo trago. A la próxima cambio de sucursal. O de banco. Prefiero los cajeros, son más callados. Y discretos.
Cualquier tiempo pasado fue mejor. Qué poco respeto se tiene el que quiere presumir y no puede hacerlo de lo que es. El que necesita presumir de amigo. Era fiesta y quise celebrarlo con mi familia en un restaurante. Porque soy así de rumboso. Un antiguo compañero con gran memoria me reconoce. 35 años después. Qué fiera, el tío. Me llama con señas y pretende hacerme ir a su mesa. Me resisto, me hago el ausente y viene él a la mía. Se presenta, me saluda, le saludo y me abraza. De pie, en pleno restaurante, delante de cuarenta comensales. Media hora más tarde vuelve a las andadas. Ahora los gestos son más ostentosos, persistentes y grandilocuentes. Insiste. Me resisto. Insiste. Insiste. Me resisto. Insiste. Cedo de mala gana, me levanto de mala gana y me acerco de mala gana. No tiene nada que contarme ni preguntarme. Simplemente va y me presenta a ese actor de moda con cara de marciano incomprendido, a su novia, su padre y demás familia. Sólo quería eso. Tanta seña, tanta insistencia, tanta mala educación para presumir de famoso, para presumir de otros. Yo también como con alguien importante. Misanta, pero no necesito presumir. Ni ella de mí. Cuando se levantan y se van prefiero sentirme súbitamente atraído por uno de los cuadros de mi servilleta. Qué interesante es.
Beatas y meapilas. ¿Se acuerdan de aquello de beatas y meapilas? Atrajo una hemorragia de protestas, perdónenme la vulgaridad. Llamadas, cartas y faxes a tutiplén. Que hablen de uno, aunque sea mal. El artículo debía haber estado mejor escrito, pero también debía haber sido mejor leído. Se llama comprensión lectora y se trabaja mucho en las escuelas primarias. Elementales, eh. En aquel momento no se recibió una sola carta de apoyo. Que con el tiempo me ha ido llegando personalmente. Palmadas en la espalda, sonrisas, críticas a los lectores y alabanzas a mi ironía (nada fina en este caso, admito). Hasta en la archidiócesis de Madrid. Por la calle, en la plaza de abastos, en la cola de la carnicería, en el fútbol, por correo tradicional y electrónico: “Qué torpes, algunos lectores”. Qué llamativo nuestro país, entregado de pecho a las críticas públicas, (pregonero con pana, gorra de plato y trompetilla), pero encerrado en alabanzas privadas. Casi secretas. Somos.

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